Por: Lilliam Maldonado Cordero
Leah llegó a nuestras vidas en 2010, un año después de haber perdido a Gigi, y guardaban personalidades asombrosamente similares. Muchos años antes, Gigi había llegado hasta la puerta de la casa una tarde. Había tenido que caminar un largo tramo desde la carretera principal, más de media milla jalda arriba, subir muchos escalones, y cobijarse en la entrada de nuestro hogar. Estaba herida, sucia y flaca. Nuestras hijas la llevaron al veterinario para que la sanaran y bañaran, y regresaron con ella. Su acompañamiento fue uno lleno de momentos maravillosos hasta que una complicación de salud nos la arrebató. Ante su partida, afirmé que no tendría otro perro.
A los trece meses de haber muerto Gigi, mis hijas llegaron con Leah, otra sata, esta vez rescatada del refugio de Guaynabo. Luego de refunfuñar y decirles que no queríamos tener la responsabilidad de una nueva perrita en casa nos enamoramos de sus ojos color avellana y mirada apacible. ¡Leah era como si Gigi hubiera regresado a nuestras vidas!
Joven y llena de vida, desde esas primeras semanas Leah demostró mucha energía y una afición exagerada por cazar. No hubo lagartijo, salamandra, sapo o culebra que sobreviviera a su olfato y agilidad. Sobre los sapos, descubrimos con el tiempo que era su afición porque disfrutaba del tóxico que exudaban al morderlos y la enviaban en un viaje a sabrá dios qué galaxias coloridas. Cuatro de estos sapos la mandaron a la sala de emergencias del veterinario. En una de estas crisis tuvo un encontronazo afortunadamente fallido con la muerte. Luego de esto, Leah tenía prohibido salir caída la noche o en días de lluvia, que es cuando los sapos suelen pasear.
Los años, al igual que con nosotros, pasan las páginas de los calendarios perrunos. Leah vivió con nosotros durante casi quince años regalándonos un acompañamiento cercano y amoroso. Envejeció sin dar muestra de anquilosamiento hasta hace unas semanas, cuando comenzó a mostrar señales de decaimiento. Visitamos a sus médicos en varias ocasiones en par de semanas para constatar que no solo estaba viejita sino muy enferma, y se exploraron enfoques medicamentosos y paliativos para enfrentar sus condiciones buscando alargar su vida.
Describir los últimos días de Leah con nosotros es un desafío duro de enfrentar. Solo podemos agradecer cada momento que nos acompañó. Sus hermanos perrunos también estuvieron a su lado durante su proceso de descompensación física. Tomar la decisión de ayudarla a cruzar el puente hacia el arcoíris solo fue aliviada por el privilegio de haber estado con ella, y por el amor y la comprensión de sus veterinarios y asistentes.
El vacío que nos ha dejado su ausencia es inmensurable. No solo la extrañamos sus hermanos mayores, nosotros, los humanos que la amamos tanto y a quienes tanto amó, sino sus hermanos caninos que la buscan en los resquicios de la casa por donde hacía sus recorridos.
Sé que los días se convertirán en semanas, y estas en meses y años. Confío que el dolor de su pérdida se alivie soñándola junto a Gigi en el cielo, corriendo detrás de sapos y lagartijos celestiales. O mejor, albergando la esperanza de un regreso sobrenatural, como cuando nos devolvieron a Gigi ocupando un cuerpo nuevo, ágil y una disposición de lealtad y amor incondicionales por tantos años de alegría y agradecimiento mutuos. ¡Gracias, Leah!
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