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  • Foto del escritorEditorial Semana

¡Ay, la tecnología!


Por: Lilliam Maldonado Cordero


El mundo en que vivimos está cada vez más automatizado, lo que presenta innumerables ventajas como desventajas.


Entre las ventajas para las empresas, está el aumento en la productividad, pues los sistemas pueden asumir las tareas repetitivas, optimizando los procesos y reduciendo costos a las empresas. No hay necesidad de establecer tiempos de receso, interrupciones por errores o espera por la necesidad de entrenamiento o preparación. También, al haber menor intervención humana, se reduce la necesidad de realizar controles y resolución de problemas, mientras el nivel de precisión es mayor que en un proceso manual. Entre los beneficios para la gente está el aumento en la seguridad de los empleados que pudieran arriesgar su salud y vida por el manejo de grandes pesos, altas temperaturas o entornos peligrosos, como productos químicos, radioactivos o contaminantes patológicos.


Entre las desventajas, que no son poca cosa, están el costo elevado de la inversión para su implantación, la dependencia a mantener los equipos y tecnología siempre a merced de la obsolescencia tecnológica, y la reducción en la oferta de empleos y su impacto abarcador al entorno socioeconómico.


Con cada adelanto tecnológico, ganamos posiblemente un poco más de tiempo, pero cedemos intimidad y espacio personal. Desde el manejo de grandes procesos de producción hasta el reloj inteligente en la muñeca que nos marca cada paso, latido del corazón y calidad del sueño, cada vez estamos más dependientes -o sometidos- a los avances tecnológicos. Sin embargo, en muchas instancias, estos aparatos que nos miden cada función corporal nos producen más estrés y ansiedad que paz. Quienes los hemos utilizado sabemos que su monitorización continua nos ordena caminar si llevamos demasiado tiempo sentados y nos dejan saber lo mal que dormimos la noche pasada.


En estos días, tuve la oportunidad de dar un viaje breve. Desde la reservación del boleto, la coordinación de los vehículos que me transportarían entre destinos, hasta confirmar -yo misma- mi abordaje de avión en una computadora, fue una faena que hice sin la intervención de un solo empleado de la aerolínea. A través de una aplicación en el teléfono, iba recibiendo actualizaciones del viaje, sus atrasos y cambios de puerta de salida. Los eventos también eran reservados a través de los enlaces que accedía por teléfono. Atrás quedaron los “concierge” que interaccionaban con uno preguntando nuestros gustos y preferencias, y nos salpicaban con su opinión y recomendaciones. Ahora, las reservaciones de restaurantes se realizan a través de plataformas, igual que los boletos de los museos que se recogen en terminales inteligentes. Entre tanto, contesté varios correos electrónicos, redacté cartas, hice llamadas, es decir, seguí trabajando prácticamente de forma ininterrumpida en mi corto receso, gracias…a la tecnología.


Ya en el aeropuerto para tomar mi vuelo de regreso, un empleado de la aerolínea me recibió a la entrada del terminal para instruirme que si iba a registrar equipaje, lo hiciera yo misma, y me apuntó con el dedo hacia unas pantallas. Allí, le mostré un código a la máquina, le ingresé cierta información y me escupió con celeridad la cinta para que identificara la maleta. La coloqué en el bulto y lo puse en la correa para verlo desaparecer en la oscura y misteriosa panza del aeropuerto.


Emprendí mi camino a la puerta de salida, razonablemente preocupada, preguntándome: el avión, ¿tendrá pilotos, o tendremos que volarlo los pasajeros? De ser así, ¿me acreditarán las millas de bono a la tarjeta?

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