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¡Centella! ¡Contrallación!

  • Foto del escritor: Editorial Semana
    Editorial Semana
  • 26 jun
  • 3 Min. de lectura

Por: Lilliam Maldonado Cordero


Hasta hace escasamente unas semanas que compartíamos frecuentemente con mi suegro, Míster Mercado, ex director de la Escuela Lincoln y, más adelante, de la emblemática superior Manuela Toro Morice, almorzando en casa o dando paseos por Piñones en el carro para ver “cómo estaba ‘la cosa’”, como él dice. Mercado es amante -al igual que yo- de las alcapurrias bien hechas (como las de El Boricua), regodeándonos algunos sábados o domingos engullendo esas deliciosas fritas de guineo verde rellenas de carne.


Su mente, totalmente lúcida a sus casi 94 años, nos da cuenta de aquellos tiempos cuando la precariedad era la norma, en tiempos en que su familia llegó desde Cayey a Caguas, y los sacrificios que realizaban para “echarnos adelante”.. El mismo tuvo que trabajar desde niño repartiendo fiambreras y, a la hora del almuerzo, recogía la comida de su papá para llevársela desde Caguas hasta Gurabo a la hora del receso de la escuela. Eran tiempos exigentes que forjaron el carácter del puertorriqueño recio, y repujaron una ética de trabajo de sacrificio.


Mercado se enlistó en el Ejército de los Estados Unidos teniendo escasamente diecisiete años para aprovecharse de una oportunidad que, realmente, fue un enorme desafío que pudo costarle la vida. Como soldado del conflicto de Corea -un niño soldado-, sobrevivió condiciones infrahumanas cruzando ríos helados para escapar del enemigo, literalmente a temperaturas gélidas. Pasó hambre. Fue herido en combate. Vio amigos y compañeros morir. Perdió a su cuñado, Roberto, en la misma guerra. Finalmente, regresó a Puerto Rico como un veterano condecorado. Más adelante, con el ejército, vivió en Panamá, desde donde mandó a buscar a mi suegra, Ana Hilda, que regresaría preñada de mi marido para parirlo Criollo.


Hace dos semanas que Mercado comenzó a sentir un fuerte dolor de espalda. Junto a él, visitamos la sala de emergencias del Hospital de Veteranos en múltiples ocasiones hasta que, finalmente lo ingresaron por un evento médico complicado. Una vez recuperado su conocimiento, desde una fragilidad que no le reconozco, me pidió que escribiera en La Semana que “estaba en el hospital, recuperándose”. Le prometí que así lo haría.


Mi suegro, poseedor de una inteligencia singular y puntillosa, hombre de fortalezas sobrehumanas, sobreviviente de la peste de la guerra infame, dueño de una lucidez absoluta sobre tantos temas, y un gran testarudo, me ha dado un gran susto acordándome que mi vida -la de todos- es finita, al exponerme a su propia humanidad, siendo él un ser, para mí, tan formidable. Nunca imaginé que ese ser magnífico que es Mercado, a quien la familia ascendió a “Coronel” y “General” (méritos le sobran), pudiera tocar, alguna vez, el ruedo de la casulla de la vulnerabilidad.


Todavía me llama “Centella” de cariño, y yo le contesto “Contrallación”. Siempre me reprocha aquellos pasteles malos y fríos que compré para el Año Nuevo de 2001. “Sirven para mampostear”, se quejó para molestarme. Todo el tiempo me echa en cara que su coquito es mejor que el mío porque, según él, yo lo que es hago ponche. Tiene buen gusto al comer, porque dice que yo cocino “bueno”, y cuando acaba, no dice que está lleno, sino que está “completo”.


Aunque ahora está delicado de salud, seguramente por primera vez en su vida, todavía lo tenemos con nosotros, y agradecemos a Dios por eso. Y espero escucharlo llamarme Centella otra vez.

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