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De la vida comunitaria

Foto del escritor: Editorial SemanaEditorial Semana



Por: Myrna L. Carrión Parrilla


Entre las remembranzas que nos trae la Navidad y los sucesos recientes estos días, repaso con nostalgia cómo era la vida comunitaria en todas nuestras comunidades hace años atrás. Especifico en todas, aunque sé que algunas comunidades han logrado mantener lo que la mayoría por diversas razones han perdido.


Hasta hace aproximadamente unos veinte años atrás, en Puerto Rico, la gente de sus comunidades se conocía en su mayoría, de ahí expresiones como “los muchachos o la gente de mi barrio”, expresión que no tenía que ver con que si vivías en campo o ciudad, sector o barriada, simplemente identificaba a la gente con quienes compartíamos o reconocíamos porque vivían en el mismo sector o comunidad donde uno vivía (valga la redundancia).


Sabíamos que este era el hijo o la hija de “doña fulana o don fulano”. Los vecinos eran nuestra familia más cercana y celebrábamos los logros, los nacimientos, las bodas y quinceañeros y si nos enfermábamos podía llegar una sopita caliente y hasta en el cuido de los niños nos ayudábamos. Cuántas personas vivían en cada casa, cualquier vecino lo sabía. Las enfermedades, desgracias o fallecimientos en una familia, eran tristeza de todos, si se casaban, ¡todos asistíamos!, si viajaban, lo sabíamos y cuidábamos de la casa, del perro y de las plantas si es que no había familia cerca que pudiese venir a hacerlo.


Recuerdo los días del Huracán Hugo, hasta esa fecha, al menos mi generación, no había visto algún fenómeno mayor. Sin luz no quedamos y todos los vecinos nos apoyábamos buscando hielo y agua, hasta en latón. Vaciamos las neveras y un guiso comunitario en el medio de la calle se preparó y compartió y hasta cerramos la calle como señal de protección. No hizo falta la Policía pues todos nos protegían. En las aceras sentados pasábamos el calor y de nuestras vidas compartíamos como hermanos, como miembros de una misma comunidad.


En las elecciones, el color de cada cual lo sabíamos, pero el respeto y la hermandad nada lo podía dañar. Los bingos, cenas y machinas, que los mismos de la comunidad planificaban y hacían, permitían la construcción de la capilla, la cancha o mejorar el centro o la escuela de la comunidad. Las iglesias eran centros de reunión y encuentro y casi todas las familias hasta allí llegábamos con los mejores trajes y camisas, aunque tuviesen años en el armario.


Las puertas de las casas estaban abiertas y aunque vi cuando comenzaron las rejas a instalarse en balcones y verjas, aún, nos veíamos las caras. Comenzó a llegar el llamado progreso y algunos hasta se mudaron… se mudaron a comunidades de puertas cerradas.


Nos fuimos transformando y nos hemos ido alejando, al extremo que en una ocasión una vecina murió y ni tan siquiera por el fuerte y peculiar hedor, los vecinos se podían percatar, de que una vecina murió. Si alguien la extrañó, no lo sé, pero duele saber que en nuestras comunidades por la razón que sea, se haya dado el deterioro de la vida comunitaria.


Pienso en la tecnología que al resto del mundo nos ha acercado, pero quizás de los más cercanos no ha alejado. Pienso en la crianza que promueve una vida llena de actividades sociales en algunos niños, pero cuando llegan a la casa quizás es tan tarde, que las puertas están cerradas y desconocemos quien es nuestro vecino. Entramos y salimos sin mirarnos y la privacidad se ha convertido en la excusa para evitarnos.


Que en esta Navidad renazca lo mejor de este pueblo puertorriqueño y volvamos a vivir en comunidad el tiempo de dar, compartir y amar que nos permite la Navidad.

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