Por: Lilliam Maldonado Cordero
En días pasados estuve acompañando a un familiar para que recibiera atención médica en una institución hospitalaria. A pesar de que en Puerto Rico conocemos -o cuando menos, hemos escuchado- sobre la crisis de salud en la que nos encontramos, es solo viviendo la experiencia personalmente que se puede apreciar el caos en la provisión de servicios de salud y médico-hospitalarios. Más triste es ver cómo, a causa de la sobrecarga de trabajo por la reducida cantidad de recursos, estos profesionales avanzan por pasillos abarrotados de camillas, amarrándose a las pocas reservas de energía y empatía que les quedan como habitantes de esta isla, porque aquí la crisis es la norma.
Otro tema del que hablamos continuamente es cuán envejecida está nuestra población. De acuerdo con el Censo de los Estados Unidos, más de la mitad de los habitantes de la isla está en la tercera edad, la mayoría padeciendo de condiciones médicas crónicas. Pero, de todas estas situaciones, la más dolorosa es la soledad en la que viven muchos. En muy corto tiempo, llegó al hospital un gran número de ambulancias, en su mayoría trayendo envejecientes. Entre una ambulancia y otra, pude observar a una joven que dejó en la sala de emergencias a su abuela. La sentó en una silla de ruedas y colgó del mango un bulto con lo que parecían ser sus artículos personales. “Me llamas si necesitas algo”, le dijo la muchacha antes de irse. Allí, en el registro de la sala de emergencias, la señora se quedó sola esperando atención junto a decenas de otros que ocupaban el área. Durante los dos días que nos tocó permanecer en aquel pasillo de la sala de emergencias, observé que la señora permaneció sola, y ella no era la única.
El estado en que se encuentran nuestras instituciones médicas y el menoscabo de los servicios hospitalarios del País deben movernos a solidarizarnos en el reclamo para el mejoramiento en las condiciones de empleo que requieren y merecen sus profesionales y los que acudimos a recibir servicios. Asimismo, debemos estar atentos al número creciente de envejecientes que llegan a estas buscando cuidados médicos y hasta atención a su soledad. Debemos reflexionar sobre los cambios que necesitamos hacer, como sociedad, para elevar el perfil de nuestro país como uno más sensible y solidario.
Sabemos que la solución a nuestros problemas no es solo una y que el camino no es fácil. Es hora de colocar a las personas con el poder de hacer cambios estructurales en posición de realizarlos. Así mismo, cada uno de nosotros y de nuestros allegados tenemos la obligación ciudadana, desde nuestros espacios, de aportar de nuestro tiempo, tesoro, talento y testimonio.
El beato Charlie Rodríguez reflexionaba: “No existen soluciones fáciles para problemas difíciles”. El nivel de complejidad de nuestro entorno social es elevado, y no es solo político. Somos testigos de la desvaloración de los principios humanos que nos distinguen de las demás criaturas. Para transformar nuestro entorno y nuestra comunidad puertorriqueña, se requiere una dosis de modificación en nuestras actitudes, en la manera en que vemos a los demás y empatizamos con ellos, y en cómo coparticipamos en la reconstrucción de nuestro país, y esto tiene que emanar, en primer lugar, desde la calidad interior que reside en cada uno de nosotros.
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