Por: Lilliam Maldonado Cordero
Detenernos para tomar un respiro en vacaciones es, no solo una oportunidad para el descanso del cuerpo y la mente, sino de incorporar nuevos estilos de vida necesarios para recalibrarnos y reprogramarnos.
Por más “occidentales” y primermundistas que nos sintamos en Puerto Rico, ya en el culmen del primer cuarto del siglo veintiuno, en nuestro país andamos todavía en taparrabos en cuanto a políticas públicas ecoamigables. Por ejemplo, si bien es cierto que estamos migrando a tecnologías y fuentes renovables de energía, la razón detrás es que lo hemos hecho obligados por la precariedad en que nos dejaron el huracán María y, luego, las ineficiencias de las compañías que fracasan en proveernos servicio de energía confiable a buenos precios. Países como Colombia, Panamá y la mayoría de las naciones europeas y orientales hace décadas vienen utilizando sistemas automáticos de movimiento para el encendido de luminarias. Los pasillos, las habitaciones de hotel y baños públicos permanecen apagados hasta tanto alguien abre la puerta y accede a estos. En Puerto Rico, dejamos las luces prendidas chupando petróleo y añadiendo costos a nuestros bolsillos, particularmente en las oficinas del gobierno. Pareciera que se pagan por obra de algún artilugio, no por concesiones y subsidios que al final todos pagamos.
En otros países tampoco le sueltan a uno siete libras de servilletas con cada bocadillo que se pida. Por aquellos lares le echan a uno cubiertos -de madera, muy cute- si se les pide, y colocan una sola servilletita en un bolsito. Todo es reciclable. Para el mal llamado jíbaro de aquí -que nada de jíbaro tiene por sonso- eso podría parecer muestra de carencia. Pues no, es por solidaridad con el entorno y rasgo de evolución hacia una sociedad que busca alejarse del consumo y desecho que quieren hacernos creer que es opulencia y exceso de recursos.
Aunque algunos comercios en Puerto Rico han migrado, por dictamen de ley, a sustituir productos plásticos por utensilios ecoamigables, el gobierno debe obligar a cumplir, y que acarree consecuencias para quienes no lo hagan.
Y ahora, vamos a meternos en la matriz del tabú: el papel higiénico. Lejos de poner veinte rollos de papel de toilette para una estadía de dos días con sus noches, como es costumbre nuestra, muchos hoteles de otros países dejan el que estaba y ofrecen solo uno nuevo. Algo así como para que uno sea comedido… u opte por pasar el calentón de tirarse al medio y pedir otro rollo.
Así pasa con el hielo. Distinto a otros países, si aquí a uno le sirven agua o alguna bebida no alcohólica sin hielo, miramos de reojo al mesero y se lo pedimos con cierto tono de reproche. En otros destinos el hielo es casi un privilegio, no por escasez sino por lo que representa. Gabriel García Márquez inicia Cien Años de Soledad usando la metáfora del hielo como la rareza del diamante: “Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo”.
El hielo, en Macondo, era igual de lo que debiera ser ahora: una excepcionalidad, un lujo. Piense, por un momento, qué cuesta hacer un cubito de hielo, o lo que sacrificarán las futuras generaciones si seguimos derritiendo los polos por continuar quemando combustible fósil y talando bosques para tener más servilletas.
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