Por: Juan Illich Hernández
Al remontarnos al siglo pasado, puede observarse y apreciarse hoy con mucho más detenimiento cómo el fenómeno urbanista del arrabal fue evolucionando no solo en términos geográficos, sino también culturales. Precisamente, gracias a la historia oral recopilada de intelectuales como Carlos Díaz, señala que algunas calles emblemáticas del casco urbano cagüeño como la Dr. Rufo, Jiménez Sicardó, Vizcarrondo y Rafael Cordero estaban compuestas por personas trabajadoras a pesar del sello geoespacial/imaginario de arrabaleros. Tales datos, nos reconfirman que los arrabales o barrios aparte de siempre buscar centralidad hacia la ciudad a su vez reciben el estigma de indigentes.
Ha sido la incorporación de diversos bares, colmados, prostíbulos, hospitalillos, entre otros entornos en deterioro el que estos espacios cobren una visión de mundo para el sector privilegiado asalariadamente hablando despectivo. Debo agregar, que la composición de todos estos locales abre paso a una sociología urbana totalmente distinta a la que hay en otras calles aledañas.
Evidentemente, desde la transición de la década de los 30´s a 60´s la reconfiguración teórico-práctica de cómo identificar un entorno arrabal a nivel general efectuó un notorio cambio geográfico como espacial el cual resignificó el modo de vida sociocultural de las personas que lo residen. Es decir, que a partir del ingreso de la modernización a medias de la industrialización y urbanismo desmedido de no solo el proyecto de Manos a la Obra impuesto por Muñoz Marín, sino de los grandes intereses financieros que se desplazó el hacinamiento, plus segregación social a lo que conocemos como residenciales públicos (caseríos).
En efecto, si analizamos la psicología social de ese desplazamiento del barrio, barriada y/o arrabal en la percepción de los habitantes de estos ámbitos hacia el caserío podría ser traducido como un acto de violencia directa del Estado. Por tal motivo, es que, aunque se intente haber combatido con el degenerativo y sutil concepto de los residenciales públicos, actualmente este sigue más vivo que nunca. Los mejores representantes de esta interminable lucha entre lo tolerable versus intolerable se ejemplifican en los conurbados cagüeños (conjunto de diversos núcleos urbanos o urbanizaciones uniéndose) de la Barriada Morales, El Campito, y Bunker.
Cabe mencionar, que esta acentuada problemática ocurre por igual entre Savarona con El Verde, Machín y pudiese decirse que hasta Notre Dame la cual aún presenta estar invisibilizada su “tolerancia”. Todo parece indicar, que este tenso conflicto entre ambos espacios conurbados se da por el peso de la condición histórico-cultural que guardan cada uno de estos barrios. Es en ese sentido, que por más que cambien los conceptos arquitectónicos del fenómeno urbano, la noción, percepción y reactualización de lo que entendemos por arrabal, en términos prácticos no ha sido alterada del todo. Si vamos al esencialismo de su definición, hallamos que a nivel macrosocial estos espacios hoy solamente reinventaron sus estructuras, pero no los intercambios socioculturales.
Así que, toda persona que proceda de las nuevas facilidades geográficas y espaciales que el urbanismo moderno- tardío ha intentado resignificar estéticamente en lo que fue el barrio, barriada e inclusive residencial público continuará trayendo consigo el etiquetaje de clase social baja. Por ello, es que zonificaciones “aparentemente” rehabilitadas y modernizadas en lo que concierne a diseño “sostenibles” son más bien “actualizaciones” del arrabal.
El perfecto escenario y maquillado crimen urbanista que recrea estos fenómenos de desplazamiento forzado de lo que fue e incluso sigue siendo la localización del gueto para los trabajadores de clase social baja, plus ahora media-alta sería el proyecto “revitalizador” del caserío Gautier Benítez. (Continuará…)
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