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  • Foto del escritorEditorial Semana

Los libros, la equidad y la justicia social


Por: Lilliam Maldonado Cordero


Una tarde templada de verano un joven preguntó a su maestro cuál era el propósito de la lectura. El estudiante argumentaba que había leído muchos libros, pero con el paso del tiempo había olvidado mucho de lo que había estudiado. El anciano guardó silencio.


Pasaron los días. El maestro, sentado junto a su alumno a la vera de un río, le dijo al muchacho que tenía sed y le pidió que le trajera un poco de agua del río para aplacarla. Le señaló un colador viejo y sucio cerca del afluente, y le dijo que lo usara para traerle el líquido. El joven se sobresaltó por la descabellada idea. Sabía que sería una futilidad tal ejercicio. Pero, sobrecogido de retar la sabiduría de su maestro, tomó el cedazo y se dirigió a la corriente fresca.


Cada vez que el muchacho sumergía el colador en el agua intentaba llevarla al viejo, pero a mitad del camino el líquido se perdía. Lo intentó repetidas veces y, a pesar de tratar de hacerlo con mayor rapidez, obtenía el mismo resultado: el agua se derramaba a medio camino.


Cansado de realizar una tarea, a todas luces, absurda, el joven le dijo al anciano: “Maestro, no ves que no puedo llegar a ti con el agua. He fracasado en mi tarea”.


El maestro le respondió: “Cada vez que has introducido el colador al agua, este sale más limpio y lustroso, casi como nuevo. El agua que entra por sus agujeros y lo lava lo ha dejado resplandeciente”, le dijo con paciencia el anciano. “Cada vez que lees un libro, eres como ese colador y ellos son como el agua del río. No importa si crees que no mantienes grabadas en tu memoria sus enseñanzas y sabiduría, toda su agua fluye en ti sin que lo notes. Los libros, con sus historias, relatos, ideas, emociones, sentimientos, todo su conocimiento y sus desafíos a tus prejuicios e inteligencia, te servirán para limpiar tu mente y espíritu. Si dejas que el agua te limpie, te transformarán para siempre. No importa que creas no recordar lo que has leído, todo ello te habrá transformado”.


Hoy, observamos con dolor y preocupación cómo en algunos países del mundo vedan el acceso a la educación de las mujeres y los pobres para impedir su desarrollo intelectual como parte de su lucha por la equidad y el progreso profesional y económico. Desde nuestra “democracia”, criticamos estos actos a pulmón distendido y le imputamos autoritarismo y abuso de los derechos humanos y civiles a esos países.


Sin embargo, estas actuaciones ya no se limitan a países totalitarios del otro lado del mundo. Lamentablemente, en algunas jurisdicciones de los Estados Unidos se está censurando el acceso a los libros que dan cuenta de la historia y las luchas de las minorías para alcanzar la justicia social y la igualdad por la que tanto trabajaron líderes políticos e históricos forjadores de los derechos civiles estadounidenses. Estas no fueron poca cosa: costaron la vida a miles que creían, como es correcto, que todos somos iguales bajo el cielo. No solo merecemos todos el mismo acceso a las oportunidades: somos sus acreedores.


Si alguien impide el acceso de nuestros niños y jóvenes a una educación amplia y sin prejuicios, cuestionémoslo. Recordemos que sin equidad no hay justicia, y sin justicia no es posible el progreso para todos.

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