
Por: Juan Illich Hernández
Desmintiendo todos esos sinfines de atrocidades y falsas mitologías heredadas por la pretenciosa, pero mezquina narrativa eurocéntrica española, hallamos que nuestra figura del criollo siempre ha sido una admirable. Desde pleno desarrollo del efervescente siglo de XVIII o de las luces, el fenómeno de la identidad criolla, ya del saque, iba en vías de desarrollo dado que el idioma, la raza, género, entre otros componentes culturales cultivaron los cimientos identitarios del jíbaro puertorriqueño.
Lo característico de toda esta reconstrucción, tanto discursiva como histórica a nivel macrosocial, es que el sentimiento criollo nunca estuvo atado a la narrativa tradicionalista/convencionalista de los colonos. Más bien, esta pulsión de corte psicoafectiva va mucho más allá de lo ideológico, ya que lo que conmueve realmente al criollo puertorriqueño no es el yugo colonial, sino la búsqueda de su libertad. Así que, las primerizas huellas y orígenes del jíbaro donde descansan son en el ámbito rural. De ahí es que comenzó a organizarse y originarse sociopolíticamente el clandestinaje con la figura del cimarrón separatista para lograr independizarse de toda contaminación jurídico- política colonial.
Es en ese sentido, que, si llevamos esa línea de pensamiento a lo actual, gran parte de ese movimiento cimarrón todavía coexiste bajo la imagen de múltiples organizaciones social-comunitarias. Algunas de estas son: Las ONG (Organizaciones No Gubernamentales) como Matria, frentes amplios de comunidades indocumentadas, movimientos estudiantiles, colectivos feministas, entre otros. Cada uno de estos cuerpos son un vivo ejemplo sobre cómo la libertad y dignidad humana puede ser practicada no solo bajo la organización, sino también disidencia.
El fenómeno y hecho social de la virulenta lucha de clases hoy día se ha retransformado e inclusive volcado psicológicamente en distintos entornos, justamente como sería en el caso de Caguas construyendo centros comerciales, automotrices y urbanizaciones en zonas inundables. Dicha situación arrastra consigo un crudo desplazamiento nuevamente para los pequeños, plus medianos comerciantes los cuales son producto de esa ardua labor criolla de resistir ante las viles inclemencias del desplazamiento gentrificador colonial. Además, esto obliga a alterar los procesos de cambio social y cultural ultrarrápidamente, cosa que, si no se acoge, atempera e inclusive asimila en ese instante, rechazará a ese ser social nativo o de la mata como solemos decir coloquialmente.
Frente a todo este dinamismo cultural e histórico que estamos viviendo, parece ser que parte del proyecto sociopolítico del “Make America Great Again” de Donald Trump (2025) lleva como prioridad el ejecutar una cacería de brujas a partir de su política anti- diversidad e inclusión social. Aunque esta información corra por otra vía sociológica y psicológica, ideológicamente hablando toda esta agenda particularmente tiene como intención el destruir el principio básico de todo derecho civil, “el derecho de vivir en paz” (Víctor Jara, 1970). Tales efectos, si los observamos desde otros anteojos científicos, encontramos que el rampante ultraje que nos arropa prácticamente acontece con el motivo de oscurecer el rol primordial del jíbaro criollo contemporáneo.
Es por ello, que la remoción y/o reformas a las políticas sociales que vienen impulsándose desde siglos ulteriores y actuales, más allá de atentar contra el verdadero concepto del criollismo aún persisten. Muchos podrán decir que el jíbaro moderno- tardío no cumple con las mínimas características y exigencias del perfil que describía al criollo de antaño. Sin embargo, si de algo estamos claros, es que cada tiempo y contexto social son ámbitos intransferibles. Por tal razón, el hacer del criollismo hoy día un quehacer cultural regenera desde cualquier medio la promoción de conciencia y transformación social.
Columna del Taller de Investigaciones Históricas Juan D. Hernández
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