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También vamos por las nuestras




Por: Lilliam Maldonado Cordero


Este domingo el equipo de baloncesto masculino de Puerto Rico botó las puertas por las ventanas cuando derrotó al quinteto de Lituania en un debate deportivo que nos mantuvo sentados a la orilla de la silla o de pie frente al televisor gritándole a nuestros jugadores como si pudieran escucharnos. Y tal parece que sí, porque luego de comenzar un juego en el que arrancamos con el pie derecho para luego rezagarnos, acabamos bañados de sudor y júbilo, igual que nuestro quinteto.


Semanas antes, nuestras jugadoras del equipo de baloncesto femenino habían asegurado el pase a las Olimpiadas París 2024. A pesar de que el esfuerzo es el mismo para jugadores que para jugadoras, es menos el reconocimiento que reciben nuestras atletas por su trayectoria y empeño en prevalecer en estas competencias deportivas. También, es menos la paga, patentizando la desigualdad salarial entre sexos. Este no es un fenómeno único de Puerto Rico.


Por ejemplo, los ingresos que perciben las basquetbolistas estadounidenses, así como el mercadeo, patrocinios y mayor exposición por parte de los medios de noticias colocan a las deportistas profesionales bajo el umbral de la desigualdad. Para quienes están familiarizados con el básquet, Diana Taurasi no es una desconocida. A pesar de ser catalogada como la “Jordan” femenina y ser una de las mejor pagadas de la Liga Femenina de Basquetbol Nacional Americana (WNBA, por sus siglas en inglés), solo percibe un 5% de lo que gana Stephen Curry, su igual en la liga masculina estadounidense: ella $450 mil en comparación con $43 millones que factura Curry, a pesar de que la jugadora ha conducido a la victoria de su equipo en varios años, y es la líder histórica en puntos de la WNBA. A su vez, la reconocida Caitlin Clark recibe 7% comparada con su par masculino.


Más datos: en 2022, las basquetbolistas estadounidenses tenían que completar un título universitario de 4 años o el mismo tiempo luego de graduarse de secundaria para jugar profesionalmente, pero los jugadores podían pasar del cuarto año al profesionalismo sin mayores requisitos. En 2020 el promedio de sueldo para los jugadores fue de $6.4 millones, pero el máximo para sus pares femeninas fue de $215 mil, y algunas solo $50,000. Esta disparidad no es exclusiva del baloncesto. En 2015, la selección nacional femenina estadounidense demandó a la Federación de Fútbol por discrimen de género, pues pagó a cada jugadora $15,000 de premio. Mientras, los hombres recibieron $55,000.


En Puerto Rico, la disparidad entre los sexos que favorece a los hombres también existe. Puntualmente, la Junta de Directores del Baloncesto Superior Nacional Femenino ha enmendado sus estatutos para mejorar los beneficios las jugadoras, pero falta por hacer. La búsqueda de igualdad salarial, auspicios, mercadeo y beneficios para ellas debe continuar.


Indudablemente, no pienso perderme un solo juego donde los y las nuestras se midan contra sus contendores en París 2024. Voy a los míos toda la vida y un mes más. Pero, igual que me bebí las lágrimas en 2016 cuando ganó Mónica Puig y perdí las amígdalas con Jazmin Camacho Quinn en 2020, voy a desgastar la loseta caminando pa´lante y pa´tras cuando nuestro equipo femenino de baloncesto se pelee al metal preciado. Si celebramos las victorias de los nuestros, de igual manera festejemos y ensalcemos los logros de las nuestras. Son bravas. Es más, lo son más.

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