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  • Foto del escritorEditorial Semana

Un cuento de abuelas


Por: Lilliam Maldonado Cordero


Cuidar y velar a las nietas y nietos es como sentarnos a observar, con deleite, el tren en miniatura que ponemos cada Navidad y que es manejado diestramente por un Santa Clos iluminado: el frenesí de la música festiva, con su pito y chimenea de fondo, nos llenan de alegría, hasta ese momento en que cabeceamos de cansancio, o en el segundo preciso que tardamos en buscar un poco de agua a la nevera. Es en ese espacio limitadísimo de tiempo cuando el tren se antoja de salirse de carril y se va alocadamente a recorrer la vida fuera de las vías hasta volcarse sobre el piso. Lo mismo sucede con las nietas, quienes en un segundo de nuestro pestañear transmutan para hacernos correr y dar saltos olímpicos para evitar que se encaramen en una silla o se den un cantazo con la pata de la mesa.


A la hora de dormir, en muchas ocasiones se les antoja acostarse con sus abuelos. Ya en la tercera noche consecutiva, aprendemos el extraño talento de mantener el cuerpo incólume sobre el mattress para no despertar a las pequeñas tiranas. Desde el minuto en que se durmieron, nos privamos de respirar para no interpelarlas. En ese trance, vemos todos los minutos de las horas pasar y cuando, instintivamente, volvemos a mirar el reloj, son las ominosas tres de la madrugada, hora en que -dicen los supersticiosos- salen a flotar las oscuridades por la mente y por la tierra. “Dios, tengo un mal presentimiento… ¿Qué será..? Mal rayo…, olvidé hacer esto y aquello”. En medio de este proceso de introspección, a pesar de haberlo echo en perfecto silencio e inmovilidad, una de ellas cae sentada y, con los ojos cerrados, gime y se deja caer abruptamente con puntería sobre nuestro pecho. Para el ojo no adiestrado en “abuelitudes” pareciera una casualidad, pero en realidad es un acto de clarividencia infantil.


Desde esa hora y hasta que la luz del sol se atreve a asomarse por la ventana, reflexionamos y nos llega, como una epifanía, el mérito de explotar este talento de no respirar por tantas horas. Podríamos dejar todo atrás e irnos a vivir a las Islas Salomón para dedicarnos a explotar la pesca de perlas en las profundidades del mar. Prescindir, por largos periodos, del uso de tanques de oxígeno, podría convertir este talento en un negocio rentable. Quizás, hasta alcanzaríamos la fama o salir en un programa de NatGeo (National Geographic Channel), sin descartar abaratar el valor de equilibrio de las perlas y montar un imperio mercadeándolas a buen precio, haciendo un bien tan precioso y, a la vez, vano, disponible para todas y todos.


Ya rasgándose las horas de la madrugada, las abuelas y los abuelos hemos permanecido inmóviles hasta las seis de la mañana, hora en punto cuando las nietas y los nietos planifican despertarse. Corremos a prepararles el desayuno para que lo escarben, lo dejen caer al piso, quieran “más” para no comer, y pidan jugos y cosas que sus padres les prohíben taxativamente, pero les consentimos.


Durante esa mañana, con olor a syrop, tocineta y, quizás, mantecado, volvemos a recorrer el túnel iluminado de un nuevo día como esclavos felices de una dictadura maravillosa impuesta por el amor a esas autócratas chiquitas. Estamos locos porque vengan los padres a rescatarnos… para echarlas de menos a los cinco minutos de despedirnos de ellas.

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