
Por: Lilliam Maldonado Cordero
La semana pasada escuchaba a una persona compartir la semblanza de una reina de belleza puertorriqueña que viajaría fuera de la isla para debatirse la corona internacional en un certamen. El perfil lo ofrecía de muy buena fe, con la indudable intención de ensalzar sus atributos físicos e inteligencia.
Su exposición incluyó el caveat -ya una costumbre al hablar de las mises- de que la muchacha era muy bonita “pero también era inteligente, no una cabeza vana”. Esta expresión me hizo reflexionar sobre la manera en que hasta en estos concursos se suele poner un estándar más alto para las mujeres, que ya no pueden destacar solo por ser bellas -en una competencia, precisamente, de belleza-, sino que ahora tienen que ser bellas y astronautas; bellas y doctoras en física nuclear; o bellas y neurocirujanas. Para mí, está bien, pero es tierra fértil para pensar.
Es cierto, ya el mundo ha evolucionado lo suficientemente como para requerirle a las mujeres aspirantes a una “corona” que, más allá de ser bonitas, sean inteligentes, que su belleza “tenga propósito”, que dediquen de su tiempo a causas nobles y cumplan con otras expectativas que solo se esperan de nosotras, las mujeres.
Mas, del otro lado, si una mujer es muy inteligente, muy competente, muy noble o piadosa, nada de esto es suficiente a menos que, también, sea hermosa. “Fulana es buena… pero es feíta”. “Sutana es inteligentísima. Qué pena que tenga un cuerpo tan ordinario”. “Perenceja es tremenda atleta, pero no es femenina”.
Cuando un hombre destaca en alguna disciplina deportiva, o si posee logros académicos o profesionales, nadie lo enjuicia por su atractivo físico. No se escucha: “Oye, Pepo llegó a presidente de XYZ, con lo feo o viejo que es”, o “Pancho es tremenda defensa del equipo nacional, pero qué patas flacas tiene” ni que, “Einstein era un genio… pero, ese pelo…”.
En efecto, a las mujeres se les arrincona y hasta niegan logros por el simple hecho de ser… mujeres. La científica francesa Marie Curie fue incluida en las nominaciones a su primer premio Nobel de Física porque su marido, Pierre Curie, señaló la injusticia que representaría no hacerlo. Finalmente, la reconocieron. Asimismo, su segunda nominación al Nobel estuvo rodeado de importantes polémica. Algo similar sucedió a la socióloga Harriet Zuckerman, cuyo trabajo se centró sobre ciertas características de las élites científicas y cómo los méritos en las investigaciones eran otorgados a los científicos de renombre, ignorando a los que igualmente habían aportado a los mismos trabajos. El producto de esta investigación, que se conoce como Efecto Mateo, fue reconocido públicamente, pero le fue acreditado únicamente a quien sería su esposo más adelante, su colega de investigación, Robert King Merton.
Ejemplos como estos, desde lo aparentemente pueril para algunos -como competir en un certamen de belleza- hasta descubrir el radio y el polonio, o definir la sobreestimación que se hace del trabajo público de los científicos con mayor reconocimiento público, siempre se establecerá un estándar más grande y una vara más elevada para las mujeres. No es suficiente ser bonitas; hay que ser inteligentes y simpáticas. Y no basta ser inteligentes; es preciso, también, tener reconocimiento. Es hora de concienciarnos sobre las sutilezas de los prejuicios que imponen más cargas sobre las mujeres.
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