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  • Foto del escritorEditorial Semana

Un peso de disciplina, respeto y decencia




Por: Lilliam Maldonado Cordero


Tendría unos cinco años cuando llegué con cara de acontecimiento donde mi padre a darle la queja de que me habían multado en el colegio por no tener puesto el clásico lacito que hace muchas décadas teníamos que usar en algunas escuelas. Estaba segura de que, cuando le contara a mi padre sobre el castigo, él se pondría una capa de súper héroe e iría a defenderme ante la directora.


Más temprano, mi maestra de salón hogar me había ordenado que fuera a la oficina para que hablara con misis Lolyn, la directora escolar. Al entrar, vi un cuadro de Jesús rodeado de niños entre pastos verdes y flores coloridas. Misis Lolyn se levantó de su escritorio y me dijo: “Mira, ¿dónde está tu lacito?” Yo le contesté que se me había quedado en casa, a lo que ella me ripostó, entre cariño y regaño, que tenía una multa de un peso por no tener el uniforme completo. “¡Un peso!”, le contesté. “Sí, eso es lo que cuesta el lazo”, me señaló desenfadadamente, mientras pinchaba uno nuevo con un imperdible al cuello de MI blusa.


Una vez llegué a casa le di la queja a mi padre. Le conté que se me había quedado el lazo en la casa, y que misis Lolyn me había mandado a buscar al salón, y que me había dicho que yo no tenía el uniforme completo, aunque sí lo tenía… y que si patatín, patatán. Yo estaba segura de que mi padre, a pesar de ser un hombre apacible y aplomado, iba a tomar cartas en el asunto, y que el castigo del peso quedaría en nada. Total, yo siempre me portaba bien y tenía buenas notas, y un peso era un castigo demasiado severo para una niña de primer grado. ¡Para entonces, un refresco de máquina costaba cinco centavos!


“Pues, fíjate, voy a tener que prestarte el peso de tu propia mesada, porque nadie te manda a haber dejado el lazo aquí”, me dijo con autoridad. “Usted bien sabe que hay que tener disciplina y respeto por las reglas. Si su uniforme lleva un lazo, hay que ponérselo”. Cuando escuché que me estaba tratando de “usted”, me di cuenta de que la cosa era seria. Sacó el billete de su bolsillo y me lo dio.


Al otro día, con la cara todavía caliente de la vergüenza, fui temprano a la oficina de misis Lolyn, dinero en mano. Ella lo tomó mirándome, lo colocó en una gaveta y me dijo que me fuera al salón.


A la hora del recreo, Perfecto Rodríguez me dio un empujón mientras jugábamos chico paraliza´o. Caí al suelo y el lazo salió volando. Cuando levanté la mirada, allí estaba misis Lolyn. Debía medir como cien pies de alto desde ese ángulo. Se dobló, me levantó con la mano derecha y con la izquierda tomó el lacito. “Ven, vamos a la oficina a limpiarte las rodillas”, me dijo mientras me ponía, otra vez, el bendito lazo.


Ya en su oficina, misis Lolyn me sanó los golpes con un agua santa que me borró el dolor. Me dijo que ya estaba bien, que me fuera al patio y que tuviera cuidado, que Perfecto era bruto jugando. Me levanté de la silla y caminé a la puerta. Miré furtivamente el cuadro de los niños con Jesús, y vi que me hizo una guiñada.

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