Cuando la Navidad se tiñe de incertidumbre
- Editorial Semana

- hace 2 días
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Por: Myrna L. Carrión Parrilla
El inicio de la Navidad siempre ha sido, para muchas comunidades, un tiempo de luz. Un momento para hacer una pausa, revisar lo vivido durante el año, agradecer lo bueno y buscar caminos para enmendar lo que no ha funcionado. Sin embargo, en los últimos años ese brillo parece opacado por una sombra creciente: la ola de muertes de jóvenes que, día tras día, estremecen nuestras calles y nos deja con un sentimiento colectivo de ansiedad, desconcierto y, sobre todo, una profunda tristeza difícil de poner en palabras.
Lo que más duele no es solo la frecuencia de estos hechos, sino la forma irreverente e irresponsable en que ocurren. Muertes que se dan sin consideración por el entorno, sin respeto por la seguridad de otros y, muchas veces, motivadas por razones que, vistas desde la distancia, carecen de verdadera trascendencia. Disputas menores, impulsos momentáneos, respuestas desmedidas… y el resultado es siempre el mismo: familias rotas, comunidades aturdidas y un país que pierde, sin pausa, parte de su futuro.
La Navidad llegó, pero nuestras calles no muestran la serenidad que debería acompañarla. En lugar de villancicos y luces, nos encontramos con sirenas, titulares alarmantes y escenas que se repiten como un eco doloroso. En vez de preparación para encuentros familiares, muchos hogares sienten la angustia de no saber qué puede pasar cuando un hijo cruza la puerta. Y en medio de tanta incertidumbre, surge la pregunta inevitable: ¿cómo llegamos hasta aquí?
Esta crisis no reconoce clases sociales. Atraviesa barrios, urbanizaciones y municipios; toca a familias con todos los niveles de educación y de ingreso. El problema es profundo y complejo, y por eso ninguna solución será sencilla si no parte de un reconocimiento claro: estamos frente a una emergencia social que exige acciones urgentes, articuladas y sostenidas.
Las autoridades tienen en sus manos una responsabilidad ineludible. No basta con operativos esporádicos ni con declaraciones que prometen cambios. Se requiere una política pública integral que escuche a las comunidades, que atienda las raíces de la violencia —no solo sus consecuencias— y que entienda que la seguridad no es únicamente presencia policial, sino acceso a oportunidades reales, espacios seguros, salud mental, prevención y acompañamiento. Si las instituciones no reaccionan con la prontitud y la seriedad que la situación demanda, seguiremos lamentando pérdidas que eran evitables.
Pero también es indispensable mirar hacia los hogares. No desde la culpa, sino desde la conciencia. La desorientación que viven muchos jóvenes no surge de la nada: nace en un entorno social fragmentado, pero también en familias que, a veces por cansancio, otras por falta de herramientas o por el peso de la rutina, han perdido el espacio para la conversación profunda, la presencia afectiva y el acompañamiento cotidiano. Hoy, más que nunca, es necesario reconstruir esos vínculos: escuchar más, juzgar menos, acompañar sin desatender, abrir caminos nuevos y buscar ayuda cuando haga falta. La educación emocional, el establecimiento de límites saludables y la creación de proyectos de vida son tareas que no pueden dejarse para “mañana”.
La violencia que hoy enfrentamos no es una sentencia; es un desafío. Y la Navidad, aun entre sombras, nos recuerda que siempre hay posibilidad de renovar. Este tiempo debería invitarnos a preguntarnos qué papel estamos dispuestos a asumir como sociedad, como país y como familias para evitar que sigan muriendo jóvenes que deberían estar soñando, no desapareciendo.
Si logramos que esta preocupación se convierta en un compromiso real , desde el gobierno hasta cada hogar, quizás podamos recuperar, poco a poco, la luz que parece apagarse. Y entonces, sí, la Navidad volverá a ser lo que debe ser: un tiempo de esperanza, no de duelo.






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