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No moriremos para siempre

  • Foto del escritor: Editorial Semana
    Editorial Semana
  • 17 abr
  • 3 Min. de lectura



Por: Lilliam Maldonado Cordero


Es cierto: otra vez nos encontramos en medio de un mundo incierto para todos. Y digo “otra vez” porque durante los pasados siglos algunos países, en cierta medida, habían adelantado sus agendas hacia mayores derechos y libertades para sus ciudadanos, y ofrecido asilo hospitalario a hermanos de otras naciones que buscaban una mejor vida mientras aportaban al desarrollo de su país huésped.


Estamos en medio de la observación de la Semana Santa, tiempo de recogimiento espiritual y reflexión sobre el gran fenómeno llamado Jesús y su propuesta revolucionaria de derrotar el odio, la división, el fanatismo religioso y político, y la ambición con actos de amor, paz, perdón y fraternidad.


En Puerto Rico, lamentablemente, se ha trivializado la discusión no solo sobre el acontecer al interior de nuestro país atribulado por la violencia, el crimen, la impunidad, la indolencia y el abuso intrafamiliar ante la indiferencia institucional. También, es muy poco el análisis público sobre el caos que viven decenas de miles de hermanos en otros países del mundo desplazados y muriendo de forma sistemática en medio de guerras motivadas por la ambición de poseer de otros gobiernos. Estas agendas de desplazamiento ya están tocando cercanamente a Puerto Rico por la vía de la imposición de políticas públicas de extradición por parte de los Estados Unidos, que comenzó por personas con ciudadanía irregular, y ya incluye residentes, profesionales, estudiantes y turistas que son enviados a cárceles a pesar de mediar órdenes en contrario por parte de los mismos tribunales estadounidenses.


En Jerusalén, hace poco más de 2,000 años los judíos eran objeto de opresión y sumisión política por parte del Imperio Romano. Esta persecución no se limitaba al orden del imperio invasor, al César y al Herodes. Los mismos líderes hebreos, los escribas y fariseos, se alejaron de su Dios para acomodarse oportunistamente al nuevo orden, apartándose de los decretos de los principios cardenales de su teocracia milenaria. Cayeron en la trampa de seguir al pie de la letra la Ley, y se alejaron de la piedad y las buenas obras. Optaron por ufanarse, alzando los brazos en las plazas públicas a orar en voz alta mientras juzgaban con menosprecio a los pobres y desvalidos. Se dedicaron más a apreciar las apariencias, los sacrificios de los corderos cebados por la riqueza y menospreciaron las pequeñas ofrendas de los pobres. En medio de esto, Jesús, nacido divino e hijo del Dios que aquellos religiosos habían tratado de manipular con su propia Ley, vino a trazar un nuevo camino hacia el Padre. Lo hizo desde la mayor de las humildades y el más grande de todos los sacrificios: dio su vida luego de haber sido juzgado más severamente por sus hermanos y líderes religiosos que por los mismos enemigos imperiales. Murió después de padecer la vergüenza de la desnudez y agonizar clavado en un madero entre criminales.


Pero, como había sido profetizado cientos de años antes de su prolífico nacimiento, su cuerpo fue enterrado entre los ricos y derrotó la muerte. Su muerte en cruz podría parecer una más de entre miles de hombres que corrieron entonces la misma suerte a manos de los romanos, que así castigaban a los subversivos. Fue su resurrección singular, ese poder misterioso de derrotar a la muerte, los elementos que partieron en dos nuestra historia. Nacimos por su muerte y no moriremos para siempre por su resurrección. ¡Feliz Pascua!

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