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  • Foto del escritorEditorial Semana

Semilla buena en tierra buena


Por: Lilliam Maldonado Cordero


Muchos compañeros de la generación de los “Baby Boomers” seguramente puedan recordar un anuncio pautado en televisión, hace unas décadas, que afirmaba que, “una buena semilla siempre da buen fruto”. Esto no es del todo cierto.


Se sabe que para tener una buena cosecha es importante hacer una selección correcta de las semillas. Pero, aunque la calidad de la semilla y la capacidad de esta germinar son precursoras de una planta sana y fecunda, estas no son las únicas condiciones necesarias para asegurar que obtendremos frutos saludables y abundantes. Otros elementos, como la calidad y profundidad de la tierra, el tiempo de la siembra, la temperatura y el riego adecuado pueden tener efectos determinantes para que se produzcan frutos buenos.


En ocasiones, las semillas están afectadas de distintas maneras: puede ser que entre las buenas se cuelen semillas de otras plantas que no producen los frutos que deseamos cosechar. Quizás sean semillas autóctonas, que se adaptan al entorno de forma natural. Pueden ser mejoradas, mediante la utilización de técnicas y procesos especializados para hacerlas más adaptables y resistentes a enfermedades, y otras son modificadas científicamente para que adquieran propiedades, como mayor resistencia a las plagas.


La semilla, su siembra y cosecha puede ser el componente alegórico que nos proponga algunas interpretaciones y aplicaciones al reto de vivir cada día. La semilla y el buen sembrador han sido inspiración para muchos relatos anecdóticos y parábolas.


Uno de los ángulos que podríamos explorar es que nuestras acciones, palabras y testimonio pueden ser “la semilla” que sembramos en otros a través de nuestro recorrido por la vida. Muchas veces, nuestro desarrollo temprano y experiencias inciden en la calidad de esa “semilla” que colocamos en las vidas de los demás. Son esas “semillas autóctonas” que podrían producir frutos inmaduros, ya sea por descuido en el uso de las palabras o por nuestras actuaciones desmesuradas hacia los demás. A través de la modificación de nuestra conducta -igual que sucede con las semillas mejoradas científicamente- es posible la modificación de actitudes y maneras, de forma que aquello que compartimos y aportamos a otros durante nuestras relaciones interpersonalessea una experiencia enriquecedora, tanto para el emisor -nosotros, como semilla- como al receptor -la tierra en quien sembraremos-.


Otro ángulo de esta metáfora puede ser la manera en que tratamos a nuestros niños y niñas, tanto desde el hogar como en los entornos comunitarios y académicos. Para que la “buena semilla” del ejemplo, el conocimiento y el emprendimiento pueda germinar con vigor y una rendición abundante de frutos, es esencial que nutramos la tierra fértil de la niñez temprana. Ofrezcámosles alimentación adecuada, cuidados, afecto, refuerzo positivo, seguridad, y educación de calidad.


Una buena semilla no siempre da buen fruto. Hace falta cernirla, retirando las dañadas y la engañosa cizaña. Hay que preparar tierra buena y profunda, removerle las piedras de la ignorancia, regarla con el agua del respeto y la ternura, y exterminar las plagas que encarnan el desinterés, el desapego y las malas influencias. Entonces, y solo entonces, en su debido momento, la semilla podrá brotar, echar raíces, germinar, crecer y producir frutos buenos y prolíficos. Ninguna semilla crece bien entre matojos, sobre piedras o estando expuesta al sol. Este principio fundamental de la siembra y la cosecha debemos recordarlo, ya sea que nos toque ser semillas en las vidas de otros, o sembradores en las de nuestras hijas, sobrinos, nietas o estudiantes.


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