La nostalgia de las parrandas perdidas
- Editorial Semana

- hace 2 días
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Por: Myrna L. Carrión Parrilla
En las noches de diciembre, cuando el aire fresco acaricia las calles y las luces navideñas titilan en los balcones, uno no puede evitar recordar con nostalgia aquellas parrandas que solían llenar de música y alegría nuestros hogares. Era un tiempo en que los jóvenes, acompañados de guitarras, panderos y maracas, recorrían las casas de familiares y amigos llevando consigo no solo canciones, sino también el calor humano que nos unía como comunidad. Hoy, sin embargo, vemos con tristeza que muchos de nuestros jóvenes desconocen esa tradición, y con ello se pierde un pedazo esencial de nuestra identidad colectiva.
La parranda no era simplemente un acto festivo. Su verdadero significado radicaba en la unión, en la certeza de que, aunque las distancias y las ocupaciones de la vida diaria nos separaran, al menos en Navidad nos encontraríamos con los seres queridos. Era la oportunidad de compartir con los mayores, de escuchar sus historias y de transmitir a los niños el afecto y el respeto por lo que somos y de dónde venimos. Cada visita, cada canción improvisada, era un recordatorio de que la familia y la comunidad son el corazón de nuestra cultura.
Perder esta tradición significa más que dejar de cantar villancicos. Significa desconectarnos de nuestras raíces, olvidar que la música y la alegría eran vehículos para sembrar orgullo patrio y sentido de pertenencia. Cuando no se cultiva esa experiencia, se diluye el calor humano, se apaga el buen deseo de estar cerca, y se desvanece la ilusión de que la Navidad es un tiempo para reencontrarnos. La ausencia de las parrandas deja un vacío que no puede llenarse con celebraciones impersonales ni con el ruido de las redes sociales.
Las parrandas eran también un puente entre generaciones. Los abuelos enseñaban a los nietos las letras de las canciones, los padres mostraban cómo tocar los instrumentos, y los niños aprendían que la alegría compartida es más valiosa que cualquier regalo material. En ese proceso se sembraba en sus corazones el afecto y el respeto por nuestra historia, por nuestras costumbres y por la gente que nos precedió. Era una manera de decirles: “Esto somos, de aquí venimos, y debemos sentir orgullo por lo nuestro”.
Hoy más que nunca necesitamos retomar esta experiencia. No se trata únicamente de rescatar una costumbre folclórica, sino de recuperar un espacio de encuentro que fortalece la identidad y la cohesión social. Las parrandas representan la esencia de nuestra cultura: la capacidad de celebrar juntos, de reconocernos en la música y en la tradición, de afirmar que somos parte de una comunidad que se enriquece con cada gesto de cercanía. Al volver a ellas, no solo devolvemos la alegría a nuestras calles, sino que también reafirmamos el orgullo que cada ciudadano debe desarrollar por lo suyo.
La identidad no se construye en el vacío; se alimenta de símbolos, de prácticas, de recuerdos compartidos. Las parrandas son uno de esos símbolos que nos recuerdan que la Navidad es más que consumo y espectáculo: es un tiempo de unidad, de memoria y de esperanza. Al cantar juntos, al visitar a los vecinos, al despertar a los familiares con música y risas, reafirmamos que seguimos siendo parte de una historia que merece ser contada y transmitida.
En mi reflexión, invito a que volvamos a abrir las puertas de nuestras casas y nuestros corazones a las parrandas. Que los jóvenes descubran en ellas no solo diversión, sino también un camino hacia la identidad y el orgullo patrio. Que los niños aprendan que la música es un lenguaje de afecto y respeto, y que los mayores sientan que su legado no se ha perdido. Retomar esta tradición es sembrar esperanza en el futuro, es garantizar que la historia familiar siga viva, y es recordar que, aunque sea en Navidad, siempre habrá un motivo para encontrarnos y celebrar lo que somos.






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