Menos ruido y más amor
- Editorial Semana

- hace 2 días
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Por: Lilliam Maldonado Cordero
No hay duda de que los fuegos artificiales son vistosos, pero detrás de esos minutos de diversión existen riesgos que incluyen la afectación de la salud física y emocional de muchos, la contaminación del entorno y consecuencias legales. Como ya estamos adentrándonos a “la gruesa” de las fiestas navideñas, la gente empieza a perder los controles con el uso de la pirotecnia, olvidando las secuelas que trascienden las luces de colores.
En primer lugar, la naturaleza sufre. La flora, la fauna y el entorno reciben grandes cantidades de contaminantes. Al analizar la composición de los elementos de la pirotecnia, esta incluye sulfatos, nitratos, cobre, magnesio y algunos compuestos radioactivos para darles los colores vistosos que los caracterizan. El color rojo, por ejemplo, se adquiere por el estroncio; los anaranjados vienen de sales de calcio, como carbonato, cloruro y sulfato, los blancos o plateados, del aluminio y titanio, y los verdes se adquieren por el bario. La sustancia que produce la detonación, el perclorato de sodio, aumenta hasta mil veces el nivel de toxicidad en el agua donde queda depositado, afectando los organismos que viven en ese recurso, incluyéndonos a nosotros que acabamos tomándola.
Luego del brevísimo periodo de disfrute de los fuegos, nos enfrentamos con una densa capa de humo que cubre comunidades enteras que puede durar más de 24 horas. Esas partículas acaban por ceder por peso y caen en cuerpos de agua, campos y zonas habitadas. En el caso de la entrada a nuestros hogares, estos fuegos tienen polvo y partículas PM2.5, que se inhalan y son precipitantes de enfermedades respiratorias, incluso, podrían causar envenenamiento por monóxido de carbono. En Puerto Rico, decenas de miles de niños y personas sensitivas se privan de disfrutar con sus familiares y vecinos durante estas celebraciones pues acaban en el hospital.
En el caso de nuestros niños y jóvenes que padecen de algunos de los espectros de autismo, y de muchos de nuestros envejecientes, los ruidos, particularmente los explosivos, son un martirio. Su naturaleza los hace hipersensibles a los sonidos en general, y el ruido de un petardo o pirotecnia lo escuchan demasiado vívidamente. Basta ponernos en su lugar e imaginarnos la tragedia en la que viven decenas de miles de hermanos en escenarios de conflictos y guerras, para entender y solidarizarnos con quienes que, al escuchar estos bombazos, sienten que corren peligro.
Otros miembros de nuestro entorno que resultan severamente afectados son los animales domésticos, como los perros que, al no entender los ruidos, se escapan de sus hogares para nunca regresar. La mayoría sufre de periodos prolongados de ansiedad y algunos mueren en las calles o lanzándose de balcones atemorizados por las explosiones.
Cada año vemos cómo más individuos y grupos se unen para concienciar sobre los efectos de la pirotecnia y, otro mal que sufrimos, los disparos al aire. Como adultos y padres tenemos la obligación de educar sobre las consecuencias de estos en la vida de otros, e incluso, a la propia seguridad, pues muchos que usan la pirotecnia acaban marcados a causa de quemaduras, mutilaciones y ceguera. Recordemos que ninguna diversión justifica el sufrimiento nuestros niños y jóvenes autistas, nuestras personas de la tercera edad con deficiencia cognoscitiva y demencia, los perritos, y la fauna que sufre como resultado de una contaminación que tendrá efectos duraderos.
Disfrutemos con amor, alegría y respeto a la paz que todos merecemos, dejando la pirotecnia en el pasado.






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