Áurea mediocritas
- Editorial Semana

- hace 2 días
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Por: Lilliam Maldonado Cordero
Lamentablemente, hemos caído en el vicio de esperar de los demás poco y malo, de manera que cuando alguien hace estrictamente lo que le toca, es decir, lo que razonablemente le corresponde hacer y un par de onzas más, lo vemos como un acto heroico y extraordinario.
Ya sea en la empresa privada o el servicio público, si uno se gana el pan o la vida a cambio de ofrecer experiencia, talento y trabajo, o si es simplemente friendo un huevo o fregando la trastera de la tarde en la casa, huelga el hecho de que lo que nos toque hacer, tenemos que hacerlo bien. No regular. Mínimamente bien y buscar hacerlo mejor cada vez.
Es como si, como empleadores, compañeros de trabajo, maestros, estudiantes, padres o ciudadanos, nos hayamos acostumbrado a esperar o dar menos de lo razonable, a la mediocridad como norma, de manera que cuando alguien hace lo que le toca hacer, hay que erigirle un monumento y pagarle emolumentos.
Claro, aunque quisiera, no pretendo despotricar contra la llamada Oda a la mediocridad, o el Áurea mediocritas popularizada por el poeta Horacio, que visualiza un ideal de vida de equilibrio y moderación, un justo medio entre los extremos para evitar, tanto los excesos como la escacez, o hacer lo justo sin buscar el éxito para ser normal o común, es decir, mediocre.
Para algunos, esta es la nueva “onda”. Porque, aunque no lo queramos creer, hay unas escuelitas filosóficas por ahí que promueven el Áurea mediocritas, a no aspirar a más, a no buscar lo mejor, la autosuficiencia, y a no superar nuestras expectativas y las de los demás. Aunque esto suene atroz para algunas generaciones nuestras, pareciera como si ahora fuera un pecado querer hacerlo mejor.
A esa esencia aspiracional de alcanzar más, algunos le llaman el fetichismo del éxito, descrito como la necesidad de mejorar, de trascender, de superar, de ser más rápidos o mejores, como si ese impulso del ser humano de ascender la escalera de la evolución natural y social fuese algo obsceno.
Por esto, de un tiempo a esta parte, ante los ojos de quienes no aspiran a mucho más que el confort del existencialismo, cuando otra persona, sea quien sea, hace lo que le toca, justamente eso, y sin una pulgada más, es interpretado como vivir satisfecho, sin codicia. Entonces, cuando cualquier persona hace razonablemente lo que le toca y otro poquito más a la derecha del cero en la recta numérica, dicha realización es interpretada como una gesta asombrosamente sensacional. Y si hacer lo que toca trasciende la escena pública porque el protagonista lo fue un servidor público, hay que ponerle una diadema y una cinta con un trozo de metal.
Es que nos hemos acostumbrado a lo pueril. A lo básico. A celebrar la felicidad de lo sereno, sin que hayan olas. Por eso, cuando alguien hace lo que le corresponde, hay asombro. Se hacen sondeos públicos y la gente alaba a quien hizo justo lo que le correspondía, y le damos premios, medallas y reconocimientos. Olvidamos que la única manera en que el ser humano ha logrado ser eso, humano y “sapiens”, se debe a no haberse conformado con hacer lo mínimo, lo mismo, a no limitarse a vivir satisfecho. De no haberse retado nuestros ancestros a ir más allá de su potencia (sí, potencia), todavía estaríamos corriendo por ahí en pelotas comiéndonos los piojos mutuamente.






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