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Cuando los sándwiches eran a 15 chavos

  • Foto del escritor: Editorial Semana
    Editorial Semana
  • hace 4 horas
  • 3 Min. de lectura



Por: Lilliam Maldonado Cordero


Escribir esta columna es casi una confesión de la edad. Lo sé, pero no importa. Como cada vez es más normal que le cobren a uno por un sándwich de pavo, jamón y queso, bistec o cualquier otro entre $12, $15 o más, hay que botar el golpe de alguna manera. Y si el de jamón y queso lleva huevo… ni hablar.


Sabemos que las cosas están caras. Aquí el costo de electricidad incrementa porque todos los negocios necesitan tener un Plan B y hasta un Plan C para cuando se vaya la luz. Las rentas están por las nubes, el IVU y los impuestos por la propiedad mueble e inmueble, así como las contribuciones confiscatorias por trabajar, son excesivos. No hay duda, los precios se han salido de control en casi todo lo que uno necesita y lo que no necesita.


Pues, vamos por donde comencé: los sándwiches. Los otros días me detuve en una panadería por un sándwich de jamón y queso y un café pequeño, y la muchacha me cobró de lo más oronda: “Son $15.95”. Yo la miré con los ojos cuadrados, recordando que hace unos días estuve de viaje y pagué menos de $5 por el mismo menú en otros lares. Ella me devolvió la mirada, impávida. Le pagué, y esperé mi media libra de pan rebosando jamón y queso. Cuando me llamaron fui a buscar aquel bocadillo escuálido, lo agarré con el celo de quien acuna con pena un nido caído con pichones, y me fui a la mesita. Lo comí con recelo y calma, confiada que el mensaje me llegaría al cerebro, y que en breve dispararía abundante dopamina -el neurotransmisor principal asociado con la sensación de placer y saciedad-. Pues, parece que el cerebro se quedó esperando por más, porque no llegaron el placer ni la saciedad. Seguramente fue el susto de los $15.95.


Mientras engullía mi pancito y tomaba el café recordaba cuando, allá para aquellos años en que estaba en escuela intermedia, en el receso de la merienda llegaba al zaguán que daba a la marquesina de una casa convertida en tienda y minicafetería. Allí no solo vendían meriendas y límbers. También vendían libretas, lápices, sacapuntas, cuadernos con láminas, cartulinas, pegamento, marcadores de colores y otros artículos necesarios para meterle el pecho a aquel proyecto que habíamos olvidado. Sobre las meriendas, nunca podré olvidar aquellos sándwiches de 15 chavos, del tamaño de la mano del abuelo, con jamón, queso, y mantequilla o mayonesa, a gusto. También había para la venta empanadillas de pizza o de queso solo. Esas eran más caras: un lujo que costaba medio peso y ya eran más populares cuando llegué a escuela superior. Esas eran grandes y gordas, y nos dejaban satisfechos hasta la cena. Si queríamos un jugo, te llenaban un vaso de Sunny Delight o jugo concentrado Orange Plus por cinco centavos. Los refrescos no eran tan populares, pero había chinita, uvita y piña Old Colony, Royal Crown Cola, Kola Champagne y Hawaiian Punch. También, maltitas y jugo de uva Welch’s.


Nada, que mientras me comía mi sandwich lleno de aranceles, inflación y el costo de la luz en Puerto Rico, recordé aquellos tiempos inolvidables, y me vi corriendo en el recreo con aquel uniforme de cuadros para llegar rápidamente a la tiendita… ¡que no me fuera a quedar sin mi sándwich de quince chavos!

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