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Artista, pintor, muralista, Maestro...

  • Foto del escritor: Editorial Semana
    Editorial Semana
  • 9 oct
  • 3 Min. de lectura

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Por: Myrna L. Carrión Parrilla


Hay seres que no se van nunca. Aunque el tiempo los reclame, aunque la vida cambie de forma, permanecen entre nosotros en los colores que dejaron, en las risas que provocaron y en las huellas que grabaron en el alma de sus estudiantes.


Así era Raymond Guadalupe, nuestro querido Guada: maestro de maestros, artista de vocación y de vida, pintor de emociones y sembrador de humanidad.


No exagero cuando digo que conocer a Guada era una experiencia transformadora. Su sola presencia irradiaba paz, ternura y sabiduría. Tenía ese don escaso de ver más allá del ruido cotidiano y descubrir la luz que habita en cada persona. En sus manos, un pincel era un puente; en su aula, el arte se convertía en lenguaje de amor, y en su trato, el respeto era la base de toda enseñanza.


Era mi hermano, en el sentido más hondo de la palabra. Compartíamos la convicción de que educar es un acto sagrado. Por eso, no quiero decir que no lo volveré a ver. Porque si dejo de verlo, dejo de ver el alma de nuestros estudiantes. Guada está en ellos, en su sensibilidad, en su curiosidad, en cada gesto de bondad que florece en nuestros pasillos.


Hay maestros que enseñan contenido. Guada enseñaba vida. Enseñaba a mirar con atención, a valorar lo pequeño, a descubrir belleza en lo simple. Cuando hablaba del color, del trazo, del equilibrio, no solo se refería al arte visual, sino al arte de vivir. Sus estudiantes aprendieron que crear es una forma de orar, que el respeto al otro también se pinta, y que cada error es solo una nueva oportunidad para mezclar los tonos de otro modo.


Como artista plástico y muralista, su talento trascendía los muros físicos; sus murales eran declaraciones de esperanza. Pero su verdadera obra maestra fueron las generaciones de jóvenes a quienes enseñó a ver el mundo con ojos de asombro. En cada uno de ellos dejó un trazo suyo, un poco de su color, un reflejo de su esencia.


Hoy muchos padres me han dicho lo mismo: “Guada tocó la vida de mi hijo”. Y yo pienso que eso es lo que verdaderamente define a un maestro. No los títulos, no los reconocimientos, sino la huella viva que deja en los demás. Si algún maestro desea saber lo que significa ser maestro, solo tiene que detenerse a escuchar lo que sus estudiantes y sus familias dicen de Raymond Guadalupe. Allí está la definición. Allí está la misión cumplida.


Su partida nos duele. Nos deja un silencio que se siente en cada rincón. Pero no quiero hablar de vacío, porque el vacío estaría entre nosotros si olvidáramos su ejemplo. Prefiero hablar de presencia, porque Guada sigue presente en la manera en que nos miramos como colegas, en la forma en que seguimos enseñando con pasión, en el compromiso de continuar sembrando belleza y humanidad en cada clase.


Guada no se fue; simplemente cambió de lienzo. Ahora pinta con la luz de la memoria, con el brillo de cada sonrisa que inspiró. Y mientras haya un estudiante que crea en sí mismo gracias a su influencia, mientras haya un maestro que aspire a dejar huella como él, Guada seguirá vivo entre nosotros. Gracias, hermano, por tanto.


Por recordarnos que la verdadera educación no se mide en exámenes, sino en corazones transformados. Por enseñarnos que el arte como la vida, se trata de amar, servir y dejar color donde otros solo ven sombras.

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