Cada dos semanas
- Editorial Semana

- 31 jul
- 3 Min. de lectura

Por: Lilliam Maldonado Cordero
No quiero ser aguafiestas, y mucho menos minimizar la vorágine que ha causado la llamada Residencia de Bad Bunny. La gente ha tenido un resurgimiento del orgullo patrio, celebratorio de nuestra cultura manifestada en la música típica y la salsa en voz de este cantante, en una fiesta apoteósica de canciones, bailes, intérpretes adorados de nuestro país, y signos puertorriqueños singulares, como la casita campestre, la pava jíbara y la indumentaria característica de nuestra bomba y plena. Esta puesta en escena musical del espectáculo, presentado en el Coliseo de Puerto Rico, hizo a muchos vestir las mejores galas y ensayar las líricas de las canciones que allí se interpretaron.
Al son de las congas y ciegos por los perseguidores, ahogando con ruido la materialidad de un problema patente como lo es la violencia de género, no se escucha la solución a esta crisis. Esta semana, si no surge otro asesinato machista de aquí a que se publique esta columna, serán doce las víctimas de este gusano social que nos resistimos atender y al que privamos dar visibilidad más allá de las 48 horas que dura una noticia. Doce mujeres han muerto a manos de hombres inseguros que pensaban que “su mujer” es algo de su propiedad, de lo que se puede disponer. Doce mujeres, prácticamente dos asesinadas cada mes en lo que va de año, porque así de prosaicos nos hemos vuelto como componente social. Las contamos como si fueran cosas. De ahí la expresión “cosificación de las mujeres”, que es tratarlas como objetos, cuya importancia se limita a su apariencia, con funciones como cuidadoras de hijos, mantenedoras de hogares y de intimidad física.
Al cosificar a las mujeres, -perpetuando el machismo y privando a las nuevas generaciones de enseñarles el respeto a todas y todos como la norma mediante una educación basada en la inclusión, la equidad y la justicia-, se contribuye a la normalización y prolongación de los comportamientos abusivos y violentos hacia ellas. Del mismo modo, se atenta contra la dignidad de las mujeres como iguales de los hombres en el entorno profesional, subordinándolas bajo ellos a pesar de contar con mayor preparación, habilidades y capacidad administrativa y organizativa. Se les priva no solo de oportunidades, sino que se victimizan y revictimizan por sus roles como madres -muchas, jefas de familia-, y cada día más frecuentemente, cuidadoras de sus madres y padres adultos mayores.
La pérdida de cualquier ser humano a manos de la violencia es una tragedia para su familia. Pero, la muerte de una mujer en circunstancias de violencia machista es una lacra para nuestra sociedad, porque las motivaciones detrás de ese asesinato se centran en que su matador se atribuyó un derecho posesorio sobre ella. La violencia machista es, indudablemente, otro fracaso de nuestra sociedad. Lo más lastimoso es ver con la facilidad con la que pasamos la página al ver en los noticiarios y la prensa la aprehensión del victimario por parte de la policía, y escuchar -o inferir- justificaciones de los allegados centrándose en “lo tranquilo que era”, “lo trabajador” o que “nunca escuchamos nada”. Luego de pasados los días, empezaremos a ver otra serie en streaming o a reírnos con los programas verpertinos, mientras fracasamos en exigir a los actores políticos rendimiento de cuentas y la incepción de planes rigurosos para evitar más muertes. Recordaremos esta plaga cuando nos llegue otro push de noticias, al paso que vamos, en otras dos semanas.





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