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Conectados, pero ¿protegidos?

  • Foto del escritor: Editorial Semana
    Editorial Semana
  • 13 nov
  • 2 Min. de lectura

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Por: Myrna L. Carrión Parrilla


Vivimos en una era donde la tecnología se ha convertido en una extensión natural de nuestra vida cotidiana. Los teléfonos inteligentes, tabletas y computadoras son parte del paisaje familiar, tan comunes como los libros o los juguetes. Nuestros niños y jóvenes han nacido en este entorno digital, lo dominan con aparente facilidad y se mueven en él con soltura. Sin embargo, tras esa familiaridad tecnológica se esconde una realidad alarmante: el ciberespacio también es terreno fértil para depredadores y riesgos invisibles que pueden amenazar la seguridad emocional y física de nuestros hijos.


Es un error pensar que los peligros en línea son ajenos a nuestra familia o que “eso le pasa a otros”. Las cifras globales son preocupantes: el acoso digital, la manipulación emocional (“grooming”), el acceso a contenido inapropiado y las estafas dirigidas a menores aumentan cada año. Lo más inquietante es que muchos de estos casos ocurren sin que los padres lo sospechen, porque los depredadores digitales saben cómo ganarse la confianza de los niños y cómo esconderse tras pantallas y perfiles falsos.


Por eso, hoy más que nunca, la responsabilidad de los padres no puede limitarse a comprar el dispositivo o pagar la conexión a internet. Es indispensable involucrarse activamente en el uso que los hijos hacen de la tecnología. No se trata de invadir su privacidad, sino de acompañarlos, guiarlos y educarlos en el uso responsable, ético y seguro de las herramientas digitales.


Supervisar no es espiar, es proteger. Conversar abiertamente con los hijos sobre lo que hacen en línea, los juegos que usan, las redes donde participan y las personas con quienes interactúan, debe convertirse en un hábito familiar. Así como nos interesamos por sus amistades o por lo que ocurre en la escuela, debemos interesarnos también por su “vida digital”, que muchas veces tiene tanto peso o más que la vida física.


Además, los padres deben educarse a sí mismos en temas digitales. No basta con prohibir o poner filtros. Hay que entender cómo funcionan las redes sociales, qué riesgos implican ciertas aplicaciones, cómo ajustar los controles parentales y qué señales pueden indicar que un menor está siendo manipulado o acosado en línea. La ignorancia digital nos debilita como adultos protectores, el conocimiento nos empodera para actuar con discernimiento.


También es importante fomentar el diálogo y la confianza. Si los hijos saben que pueden contar con sus padres ante una situación incómoda o riesgosa, sin miedo a ser castigados o ridiculizados, será más probable que pidan ayuda a tiempo. La comunicación abierta es la mejor barrera contra los peligros del mundo virtual.


Finalmente, no olvidemos que los niños aprenden más de lo que ven que de lo que se les dice. Si los adultos vivimos pegados al teléfono, si normalizamos la sobreexposición en redes o el compartir sin pensar, enviamos un mensaje contradictorio. Educar en el uso responsable de la tecnología comienza por el ejemplo.


Proteger a nuestros hijos en el mundo digital no es una tarea opcional ni secundaria. Es una forma concreta de amor y de responsabilidad. En un tiempo donde las pantallas abren puertas a todo tipo de influencias, los padres deben ser los primeros guardianes y guías en ese universo sin fronteras.


Porque estar conectados no basta, lo esencial es estar conectados y protegidos.

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