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Hacia una mejor sociedad

  • Foto del escritor: Editorial Semana
    Editorial Semana
  • 26 jun
  • 3 Min. de lectura

Por: Myrna L. Carrión Parrilla


Vivimos tiempos en los que la violencia ha tomado formas cada vez más crudas, visibles y desafiantes. En nuestra sociedad puertorriqueña, estamos siendo testigos de una preocupante y peligrosa tendencia: el aumento de asesinatos cometidos por individuos vinculados al mundo donde los actos delictivos se llevan a cabo sin temor alguno y como cosa normal o hasta tratando de mostrar fuerza y poder, el llamado “bajo mundo”.


Personas ejecutadas a plena luz del día, en espacios públicos, frente a niños, ancianos y ciudadanos inocentes. Estos actos no solo causan muerte y dolor inmediato, sino que siembran un miedo profundo y generalizado, deteriorando el tejido social y normalizando una cultura de violencia.


Cuando la criminalidad pierde el recato y se ejecuta sin temor ni reserva, en medio de centros comerciales, frente a escuelas o en semáforos concurridos, el mensaje que se transmite es alarmante: que la vida humana ha perdido valor, que el respeto por la dignidad ajena es secundario y que el poder se ejerce desde el miedo. Ver a niños siendo testigos de escenas tan traumáticas, o a adultos mayores atrapados en medio del caos, representa una fractura grave en nuestra convivencia colectiva. Estas experiencias dejan huellas psicológicas que pueden afectar el desarrollo emocional de los menores y reforzar la desesperanza en los adultos.


Las implicaciones sociales de esta tendencia son múltiples. En primer lugar, se erosiona el sentido de seguridad en los espacios públicos, lo cual afecta el derecho básico de las personas a vivir y circular libremente. Las familias comienzan a restringir actividades, a evitar ciertos lugares o a vivir con una ansiedad constante que no les permite desarrollarse plenamente.


Por otra parte, cuando se normaliza la presencia de la violencia en la vida diaria, también peligra nuestra capacidad de asombro y reacción. Es preocupante que muchos actos violentos ya no generen la misma indignación que antes, sino que se conviertan en parte de una rutina noticiosa que apenas provoca conversación. Esta apatía o resignación puede ser igual de peligrosa que la violencia misma, pues contribuye a perpetuarla.


Ante este panorama, es imprescindible hacer un llamado urgente a la reflexión y la acción. Todos, desde nuestras diferentes responsabilidades, como ciudadanos, educadores, líderes comunitarios, comunicadores, autoridades o familias, debemos comprometernos a reconstruir los valores de respeto, diálogo y convivencia pacífica. Necesitamos fortalecer el sistema educativo con programas de formación en valores, apoyar iniciativas comunitarias que trabajen con jóvenes en riesgo, fomentar el acceso a servicios de salud mental y exigir políticas públicas claras, sostenidas y humanas.


La violencia no se combate solo con represión, sino también con oportunidades. Necesitamos construir una cultura de paz desde lo cotidiano, donde se valore la vida, se repudie el odio y se abracen la justicia y la equidad. Que esta reflexión nos despierte del letargo y nos inspire a actuar. Porque el silencio ante la violencia, es también una forma de complicidad. Y porque ninguna comunidad merece vivir con miedo, cuando tiene el derecho y la capacidad de vivir en paz.


También invito a la reflexión a aquellos que es posible nos lean y formen parte de ese mundo en el que llevan a cabo estos actos; quienes nacieron de una madre, son hijos, hermanos, primos, amigos, en fin, seres humanos en busca muchas veces de oportunidades y una mejor vida. Ustedes también son parte importante para lograr una mejor sociedad, la nuestra, la de todos.

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