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Humanidad

  • Foto del escritor: Editorial Semana
    Editorial Semana
  • 13 feb
  • 3 Min. de lectura



Por: Lilliam Maldonado Cordero


Entre las actitudes más destructivas que alguien puede demostrar están la soberbia y la falta de empatía hacia los demás. Recientemente, pude escuchar cuando una persona expresaba reprobación al empleado de una tienda por tardar en cobrarle. Con actitud de desprecio le espetó: “Yo te pago el sueldo” como si, en efecto, fuera él quien se lo hiciera. Quienes también esperábamos en fila nos sentimos indignados, y el individuo, al darse cuenta de que había quedado al escarpado, trató de buscar eco en los demás clientes. Se quejaba porque llevaba tiempo en la fila, como si el resto no estuviera, también, esperando pacientemente. Parecía sentirse con el privilegio de merecer ser atendido por encima de los demás, y su frustración lo llevó a maltratar al empleado.


Tristemente, esta no es la primera ni la única vez que he escuchado a una persona tratar con desdén a otro ser humano usando el mismo improperio, sencillamente porque piensa que merece ser privilegiado sobre los demás y no sabe manejar sus frustraciones. De acuerdo con la psicología, la soberbia y el complejo de superioridad lo que ocultan son profundos sentimientos de inferioridad, y revelan una necesidad inmanente de proyectarse con preeminencia sobre los otros. Quienes tienen este complejo manifiestan un mecanismo de defensa inconsciente por la incapacidad de sortear sus sentimientos de insuficiencia personal, posiblemente enraizadas en experiencias negativas en su infancia, como indiferencia, inseguridad o presión social.


Durante los pasados días también trascendió en redes sociales cuando unas mujeres hicieron que la empleada de limpieza del baño de un restaurante buscara en el zafacón una sortija que, supuestamente, una de ellas perdió mientras usaba el retrete. Esto también demuestra insensibilidad, irrespeto y menosprecio por la dignidad de los otros, resultado de la presunción, arrogancia y necesidad de sentirse admirado y servido.


Estos ejemplos apuntan a la necesidad de que estemos conscientes sobre la manera en cómo tratamos a los demás. Una palabra o un gesto, por insignificante que creamos que es, puede tener un impacto importante en otro ser humano. Nadie merece ser menospreciado o ninguneado bajo ninguna circunstancia, ni siquiera de forma sugestiva.


Todos los seres humanos tenemos roles importantes en la sociedad, y aquellos que los realizan merecen nuestro agradecimiento y respeto. Los roles más importantes no son desempeñados únicamente por los profesionales. De nada vale ser médico, abogada, empresario exitoso o astronauta, si no valoramos el aporte e impacto que tienen los demás en nuestras vidas. ¿De qué manera podríamos convivir en un entorno saludable, si no fuera por el duro trabajo de los empleados que se encargan de recoger los desperdicios sólidos, limpiar nuestras carreteras, reparar y construir edificios, o cuidar de nuestra seguridad en las comunidades y las calles? ¿Cómo sería nuestra vida sin el carnicero, la cajera que nos cobra los alimentos en el supermercado o la cafetería, de quien nos empaca la compra, del mesero que nos atiende amablemente en el restaurante o de quien nos corta el cabello? ¿Quién cuidaría de nuestros niños y nuestros viejos cuando no podemos hacerlo? ¿Quién cuidará de nosotros con amor y desprendimiento cuando alcancemos la adultez mayor?


Antes de arremeter contra la trabajadora humilde que se gana la vida haciendo la nuestra más llevadera, reflexionemos que, como cita la Biblia, todos somos “miembros de un mismo cuerpo, y aunque son muchos, forman un solo cuerpo”, y navegamos en una misma y única nave: la Humanidad.

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