La educación comienza en casa
- Editorial Semana

- 31 jul
- 3 Min. de lectura

Por: Myrna L. Carrión Parrilla
Cada comienzo de año escolar trae consigo nuevas oportunidades, desafíos y sueños. Padres y madres desempolvan mochilas, ajustan rutinas y preparan a sus hijos para una nueva etapa de aprendizaje. Los maestros se organizan con entusiasmo, planifican lecciones, decoran salones y renuevan su compromiso con cada niño y niña que cruzará las puertas del aula. Pero si algo hemos aprendido, es que la educación no ocurre solo dentro de las paredes escolares: se construye mejor cuando familia y escuela trabajan como un solo equipo.
La educación es un derecho, pero también es una responsabilidad compartida. No basta con matricular a los hijos en una escuela y esperar que allí se dé todo el proceso de formación. La experiencia demuestra que cuando los padres se involucran activamente, los estudiantes se benefician inmensamente: tienen mejor rendimiento académico, muestran mayor autoestima, desarrollan habilidades sociales más saludables y enfrentan los retos con mayor resiliencia.
Ese acompañamiento de las familias no significa necesariamente asistir a todas las reuniones o estar físicamente en la escuela a diario. Significa confiar en los educadores, comunicarse con respeto, mostrar interés genuino en lo que los hijos aprenden y, sobre todo, transmitirles que el proceso educativo es valioso y merece su atención y esfuerzo.
Muchas veces se malinterpreta el rol de los padres como fiscalizadores del sistema, cuando en realidad, su papel más efectivo es el de aliados. Ser parte del proceso educativo no implica criticar cada acción o decisión, sino construir puentes de entendimiento con los maestros, comprender las políticas escolares y participar de manera proactiva. En lugar de preguntar solo “¿qué nota sacaste?”, sería más potente indagar: “¿qué aprendiste hoy?”, “¿qué te hizo sentir orgulloso esta semana?”, o “¿en qué necesitas ayuda?”.
La confianza mutua entre padres y maestros es vital. Los educadores no son enemigos ni competidores del hogar, sino extensiones de ese amor que queremos para nuestros hijos. Cuando un niño percibe que sus adultos significativos –padres y maestros– están en la misma página, experimenta seguridad, estabilidad y dirección. Esto le da la libertad de enfocarse en lo más importante: aprender, crecer y soñar.
También es crucial que los padres modelen con su actitud lo que esperan de sus hijos: respeto, empatía, disposición al diálogo y compromiso. No se trata de exigir sin dar el ejemplo. Cuando un padre llega a la escuela con humildad, cuando escucha antes de juzgar, cuando coopera en lugar de señalar, está enseñando valores que se transfieren a sus hijos de manera mucho más poderosa que cualquier discurso.
Por otro lado, es necesario que las escuelas fomenten ese espíritu de colaboración. Una escuela abierta, que escucha y acoge, que comunica con transparencia y reconoce las realidades de las familias, facilita la creación de alianzas duraderas. No se trata de imponer, sino de invitar. No se trata de tener la razón, sino de construir juntos la mejor versión posible de una comunidad educativa.
En tiempos de tanto cambio y retos sociales, económicos y emocionales, nuestros niños y niñas necesitan más que nunca adultos que caminen juntos, que se apoyen y que comprendan que la educación no es un servicio que se compra, sino una causa que se abraza. El futuro no se improvisa: se construye desde hoy, en cada encuentro, en cada palabra de aliento, en cada momento de escucha, en cada gesto de respeto.
Hagamos del nuevo año escolar una verdadera experiencia de comunidad. Padres, madres, abuelos, tutores, maestros, personal escolar: todos somos piezas de un mismo rompecabezas. Cada uno importa, cada uno suma. Y cuando sumamos con amor, compromiso y presencia, la educación se transforma y florece, no solo en el aula, sino en cada rincón de la vida de nuestros niños y niñas.





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