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La educación frente a la “rapidación”

  • Foto del escritor: Editorial Semana
    Editorial Semana
  • 30 oct
  • 2 Min. de lectura

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Por: Myrna L. Carrión Parrilla


Vivimos en una época marcada por la velocidad. Los avances tecnológicos, la inmediatez de la información y el ritmo acelerado de la vida cotidiana han dado lugar a un fenómeno cada vez más evidente: la rapidación. Este término, acuñado para describir la aceleración constante de los procesos sociales, económicos y culturales, tiene profundas implicaciones en el ámbito educativo. La escuela, institución históricamente encargada de formar integralmente a las nuevas generaciones, se ve hoy desafiada por una sociedad que parece no tener tiempo para detenerse, reflexionar y aprender con profundidad.


La rapidación se manifiesta en la educación a través de múltiples formas: la búsqueda de resultados inmediatos, el aprendizaje superficial, la sobrecarga de información y la reducción del tiempo para el diálogo, la creatividad o la convivencia. Los estudiantes, inmersos en un entorno digital que todo lo simplifica y acelera, muchas veces carecen de la paciencia necesaria para construir conocimiento de manera gradual. La cultura del “clic” y de la “respuesta rápida” contrasta con la naturaleza pausada del aprendizaje auténtico, que requiere esfuerzo, reflexión y acompañamiento constante.


Ante este contexto, la educación no puede limitarse a transmitir contenidos ni a seguir el ritmo frenético de la tecnología. Por el contrario, debe reafirmar su papel como espacio de equilibrio, contención y sentido. En este desafío, la relación entre el hogar y la escuela adquiere una relevancia fundamental. Ninguna institución educativa puede formar de manera integral si actúa de manera aislada, del mismo modo que la familia no puede delegar completamente su función educativa en la escuela. La unión de ambos entornos es esencial para ofrecer al estudiante una experiencia coherente y significativa.


Cuando hogar y escuela trabajan en conjunto, el niño o joven percibe un mensaje unificado sobre los valores, los hábitos y las actitudes que deben guiar su vida. Esta coherencia se convierte en una brújula frente a la confusión y la dispersión que genera la rapidación. Por ejemplo, si en casa se fomenta la lectura, el diálogo y la escucha, y en la escuela se fortalecen esas mismas prácticas, el estudiante aprende a valorar el tiempo y la profundidad del conocimiento. En cambio, si en uno de los espacios se prioriza la inmediatez y en el otro la reflexión, se crea una tensión que dificulta el desarrollo integral del alumno.


La colaboración entre familia y escuela no solo beneficia al estudiante, sino que enriquece el propio proceso educativo. Ante tanta inmediatez, educar significa también enseñar a detenerse. Aprender a esperar, a concentrarse, a construir conocimiento paso a paso y a valorar el proceso más que el resultado.


La educación integral, busca formar personas críticas, empáticas y equilibradas, requiere tiempo, acompañamiento y coherencia. Es urgente que hogar y escuela asuman un compromiso conjunto para atender los efectos de la rapidación y recuperar el sentido profundo del acto de educar.


El desafío no consiste en rechazar la modernidad ni los avances tecnológicos, sino en humanizarlos. La educación debe ser un espacio que enseñe a los estudiantes a convivir con la rapidez del mundo sin perder su capacidad de reflexión y su sentido ético. Solo una alianza sólida entre hogar y escuela podrá garantizar que la formación de las nuevas generaciones no sea un proceso apresurado, sino una experiencia integral, positiva y verdaderamente transformadora.

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