La normalización de la violencia en la política
- Editorial Semana

- 18 sept
- 2 Min. de lectura

Por: José “Conny” Varela
En años recientes, tanto en Estados Unidos como en Puerto Rico, el clima político se ha visto afectado por una espiral de violencia —no solo física, sino también discursiva— que amenaza con erosionar los cimientos mismos de la convivencia democrática. Lo que antes se consideraba inaceptable en el debate público hoy se pronuncia con desparpajo, amplificado por redes sociales y replicado en medios que priorizan el dramatismo noticioso sobre la responsabilidad.
La intolerancia y la agresividad, emociones que deberían ser combatidas desde el liderazgo, se han convertido en motores visibles de la retórica política. En la administración del presidente de los Estados Unidos y en la de la gobernadora de Puerto Rico, el lenguaje confrontativo y la descalificación personal han dejado de ser excepciones para transformarse en estrategias recurrentes para enfrentar a la diversidad de opiniones que contrastan con las suyas.
Este clima no surge en el vacío. La polarización, alimentada por años de desigualdad, crisis económicas y desconfianza institucional, ha creado un terreno fértil para que los discursos incendiarios prosperen. En Estados Unidos, los episodios de violencia política —desde ataques a funcionarios y políticos, hasta amenazas abiertas contra periodistas— se han vuelto más frecuentes y, lo más alarmante, más tolerados por sectores de la población. En Puerto Rico, aunque la escala pueda parecer menor, el patrón es inquietantemente similar: insultos, campañas de descrédito y un tono de confrontación que permea desde las esferas de poder hasta las conversaciones cotidianas.
El problema no es solo moral, sino práctico. Cuando la agresividad y la intolerancia se instalan como emociones rectoras, las políticas públicas dejan de construirse sobre consensos y evidencias, y pasan a ser diseñadas como armas contra el “otro”. Esto no solo paraliza la capacidad de gobernar, sino que erosiona la confianza ciudadana en las instituciones. La violencia física es la consecuencia más visible, pero la violencia simbólica —la que degrada, humilla y deshumaniza— es igual de corrosiva.
La historia demuestra que las sociedades que normalizan este tipo de clima terminan pagando un precio alto: pérdida de libertades, debilitamiento del Estado de Derecho y fracturas sociales difíciles de reparar. La responsabilidad de revertir esta tendencia recae, en primer lugar, en quienes ostentan el poder. Sin embargo, también es tarea de la ciudadanía exigir un cambio de tono y rechazar, sin ambigüedades, la política del insulto y la amenaza. Si algo está claro es que la democracia no muere de un día para otro: se desgasta lentamente, palabra a palabra, golpe a golpe, agresión tras agresión.
El autor es representante por Caguas
en la Cámara de Representantes






Comentarios