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  • Foto del escritorEditorial Semana

La obligación compartida para la niñez




Por: Lilliam Maldonado Cordero


Hace unos días conversaba con una amiga sobre el efecto del paso de los años sobre nuestra piel y, más importante aún, nuestras vidas. La cháchara comenzó tomando con buen humor los dolores mañaneros, ahora cada vez más frecuentes, el cansancio inexorable que dejan las agendas complicadas, y otros temas que ocupan el “Orden del Día” de las reuniones entre amigas, desde el fracaso de las dietas, hasta las consecuencias del cambio climático sobre el futuro que estamos dejando a nuestras hijas e hijos. Como mujeres, tenemos una capacidad inacabable de pasar de un tema al otro con la mayor naturalidad, sin importar su complejidad o trivialidad.


El reto de la maternidad es, también, un tema frecuente en estos juntes, reconociendo que no es un factor determinante ser madre biológica para ser madre. Están las madrastras, las tías, las hermanas mayores y las comadres que fungen como excelentes “madres alternas”. Sobre la gestación, reflexionamos que ser madre no se limita a los cambios físicos, sino a los emocionales, pues se añaden preocupaciones nuevas que serán parte de la vida, primero con los hijos, más adelante, con los nietos.


Desde los proyectos escolares anunciados la noche antes de la clase, las preguntas indiscretas hechas a la visita, y hasta la lucha para poder realizarles las tomas de sangre, poner vacunas e inyecciones, todo constituye parte de la sal que sazona la vida de las madres. Quien no ha tenido que entrar al cuadrilátero entre nuestro pequeño paciente y una enfermera impaciente, a la hora de un pinchazo, no entiende lo que digo. Sobre el tema de la salud, reconocemos que toda madre es especial, porque en cada asunto, por insignificante que parezca, hace una gran inversión de amor, esmero, paciencia y desvelos. Pero, coincidimos en que aquellas que tienen hijos e hijas con condiciones de salud o movilidad merecen nuestro mayor respeto y admiración.


Entre el balance de las cosas dichas, seguía azuzándonos el tema del paso del tiempo. En este punto de la agenda, el aperitivo fue una discusión cuasi científica sobre la calidad de los sueros hidratantes para la piel, las cremas y los nuevos ácidos exfoliadores. Los minutos fueron horas, y el palique fue decantando inexorablemente hacia el verdadero efecto del paso del tiempo, a esa evolución hacia el futuro incierto: ese que traspasa la dermis para desempolvar todo lo que permanece inconcluso.


“Ya me siento tan vieja”, me dijo mi amiga. Yo estaba precisamente pensando decirle lo mismo, pero detuve en seco ese tren. Recordé que hacía unos años yo tenía su edad. Todavía mis hijas estaban en la casa, revoloteando entre sus clases y fiestas, risas y pequeñas zozobras. Mirando a través del retroscopio, disfruté las memorias del tiempo ido con nostalgia y alegría, y recordé una reflexión del poeta español Arnau de Tera:


“Nunca he visto un pájaro celebrando el fin de año, ni ningún día especial marcado en un imaginario calendario. Pero, sí lo he visto celebrar la vida, cantando y volando a diario. Y eso mismo que cada día de su vida hace mi amigo pájaro, es lo que deseo hoy y siempre a todo ser humano.”


Muchas veces nos afanamos demasiado, con todo, en todo momento. Sepamos identificar cuando pausar, para celebrar la vida, cantar y volar. Después de todo, es lo que atesoraremos para el camino que está adelante.

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