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La paz que empiezaen lo pequeño

  • Foto del escritor: Editorial Semana
    Editorial Semana
  • hace 3 días
  • 3 Min. de lectura

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Por: Myrna L. Carrión Parrilla


En los últimos días, el mundo ha estado atento a las conversaciones sobre la guerra en Ucrania. El pasado 16 de agosto se celebró una reunión importante entre el expresidente de Estados Unidos, Donald Trump, y el presidente de Rusia, Vladimir Putin. En ella, Putin planteó la posibilidad de congelar la línea del frente militar a cambio de mantener bajo control la región del Donbás. Después, Trump dialogó con Volodímir Zelenski, presidente de Ucrania, y con algunos líderes europeos. Sin embargo, no se llegó a un acuerdo definitivo.


Para muchos, estas discusiones pueden parecer lejanas y hasta irrelevantes. “¿Qué tiene que ver esa guerra conmigo, que vivo tan lejos?”, podríamos preguntarnos. Sin embargo, lo cierto es que los conflictos armados, aunque ocurran a miles de kilómetros, tienen consecuencias que tarde o temprano llegan hasta nuestras comunidades.


En lo económico, una guerra como la de Ucrania afecta el precio del petróleo, lo que a su vez encarece la gasolina que ponemos en nuestros carros. También impacta los alimentos que importamos y, de manera más amplia, la estabilidad financiera y turística de todo el planeta. Más allá de lo económico, está el impacto humano: millones de personas desplazadas, familias separadas y generaciones enteras marcadas por el dolor de la violencia.


Frente a esa realidad, es fácil caer en la tentación de sentirnos impotentes. Creer que la paz depende únicamente de presidentes, generales y diplomáticos. Pero la verdad es que la paz es mucho más que la ausencia de guerra. La paz es una cultura, un estilo de vida y, sobre todo, una decisión cotidiana.


Esa paz que el mundo necesita empieza en lo pequeño, en los espacios más cercanos a nosotros. Empieza en la manera en que resolvemos las diferencias dentro de nuestras familias. Empieza en la forma en que escuchamos al vecino que piensa distinto. Empieza en la paciencia que demostramos en la fila del supermercado, en el respeto con que hablamos a un compañero de trabajo, en la capacidad de perdonar en lugar de guardar rencor. No podemos exigir a los grandes líderes que sienten las bases de la paz si nosotros, en lo personal, seguimos sembrando la semilla del conflicto en lo cotidiano. Los acuerdos internacionales son necesarios, pero resultarán frágiles si como pueblos y comunidades no aprendemos a practicar la reconciliación.


De hecho, la historia nos recuerda que muchas guerras comenzaron con la incapacidad de escuchar, con el deseo de imponer la fuerza, con la falta de voluntad para buscar acuerdos justos. Esas mismas actitudes, cuando se reproducen a nivel local, también destruyen comunidades y familias.


Por eso, cada ciudadano tiene una responsabilidad. Tal vez no podamos sentarnos en la mesa de negociación en Moscú, Kiev o Washington, pero sí podemos sentarnos en la mesa de nuestro comedor a conversar con respeto. Tal vez no podamos detener los ataques con misiles, pero sí podemos detener un ataque verbal en nuestras casas, escuelas o centros de trabajo. Tal vez no podamos cambiar la historia de Europa del Este, pero sí podemos transformar la historia de nuestra comunidad con pequeños actos de justicia y compasión.


La paz no es un evento; es un proceso. No es un documento firmado por líderes; es una práctica diaria asumida por personas comunes. Cada gesto de bondad, cada esfuerzo de entendimiento, cada decisión de no responder violencia con más violencia, es un ladrillo que se añade a la construcción de un mundo más pacífico. Quizás no podamos resolver la guerra de Ucrania, pero sí podemos contribuir a un clima distinto en nuestro entorno. Y cuando lo hacemos, damos un paso importante para que la paz, algún día, deje de ser un sueño lejano y se convierta en una realidad cercana.

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