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Los jóvenes y lacultura del espejo

  • Foto del escritor: Editorial Semana
    Editorial Semana
  • 6 nov
  • 3 Min. de lectura

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Por: Myrna L. Carrión Parrilla


Observar a los jóvenes de hoy es, en muchos sentidos, asomarse a un espejo que refleja un mundo en transformación. Me conmueve y me inquieta ver cómo habitan una realidad en la que la vida parece haberse convertido en un espectáculo permanente. Cada gesto, cada instante, cada emoción puede ser compartida, filtrada y evaluada. El cuerpo, antes espacio íntimo y personal, se ha vuelto escenario y producto. Y sin embargo, detrás de esa exposición constante, percibo también una enorme necesidad de identidad, de sentido y de pertenencia.


No creo que se trate solo de vanidad o de superficialidad, como a veces se dice con ligereza. Los jóvenes están creciendo en una cultura distinta, una que los empuja a mostrarse para existir. En un entorno dominado por la imagen, el reconocimiento parece sustituir al encuentro, y el “me gusta” ocupa el lugar del diálogo. Pero dentro de esa misma lógica aparecen destellos de algo nuevo: una creatividad feroz, una capacidad de comunicar y reinventar los lenguajes que sorprende. Ellos son, al mismo tiempo, los actores y los productores de esta nueva cultura.


Veo en ellos una mezcla de vulnerabilidad y de poder. Vulnerabilidad, porque su autoestima se juega en un terreno inestable, en la mirada ajena, en la aprobación fugaz. Poder, porque nunca antes una generación tuvo tantos medios para expresarse, denunciar, crear y conectar. Las redes que los exponen también les permiten construir comunidades, visibilizar causas, compartir arte o emociones que antes quedaban ocultas. En ese sentido, la misma cultura que los consume es también la que les ofrece nuevas herramientas para reinventarse.


Sin embargo, no puedo evitar preguntarme qué consecuencias tiene esta transformación en el modo de entender el cuerpo y la vida. Cuando todo se vuelve imagen, ¿qué queda de lo real? ¿Cómo se aprende a habitar el silencio, la intimidad, la espera? El cuerpo, convertido en vitrina, parece perder su profundidad simbólica: ya no habla de lo que somos, sino de lo que queremos mostrar. Pero quizás, en esa tensión, haya también una oportunidad para repensar el sentido del cuerpo como territorio de libertad y no de mercado.


Pienso que los jóvenes están ensayando, con sus aciertos y excesos, una nueva manera de ser en el mundo. Ellos están explorando lo que significa tener voz en una época donde todos pueden hablar al mismo tiempo. Y aunque muchas veces parezca que la exposición lo devora todo, también es cierto que surgen gestos de autenticidad: jóvenes que usan las redes para hablar de salud mental, para promover la empatía, para recuperar la palabra frente a la imagen. En esos gestos reconozco una esperanza.


Tal vez el desafío sea ese: aprender a mirar más allá del brillo y de la velocidad. Comprender que detrás de la pantalla hay una búsqueda legítima de sentido. Como adulta, me toca no juzgar desde la nostalgia, sino acompañar desde la comprensión. Esta nueva cultura, con su ritmo vertiginoso, está moldeando una nueva sensibilidad humana. Y quizás, en medio del ruido y del espectáculo, los jóvenes nos estén enseñando algo esencial: que la identidad, aunque se vista de imagen, sigue siendo una pregunta profunda, una tarea que nunca termina.


Acompañémoslos, escuchémoslos y entendamos que cada tiempo tiene sus formas de expresar y de buscar opciones, espacios y entendimientos. Construyamos juntos a ellos un mejor mundo para todos.

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