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Un corazón atento y agradecido

  • Foto del escritor: Editorial Semana
    Editorial Semana
  • 17 jul
  • 3 Min. de lectura

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Por: Lilliam Maldonado Cordero


Se dice que el bíblico rey Salomón, hijo de David, fue el hombre más sabio conocido, a quien se le atribuyen actos y máximas aleccionadoras. La mayoría de estas están recogidas en los libros sagrados de Proverbios y Eclesiastés.


Relata la Biblia que Salomón, luego de demostrarle fidelidad y honores a Dios, reconoce sus limitaciones por ser joven e inexperto, y le pide auxilio. Ante este acto de humildad, Dios se le revela en sueños y promete concederle cualquier petición. Salomón no pidió riqueza ni mujeres, sino “un corazón atento”, es decir, sabiduría y discernimiento para gobernar con justicia. Dios le concedió lo pedido, condicionado a que obedeciera sus mandamientos, y le prometió larga vida y prosperidad. Con la sabiduría, llegó todo lo demás. Salomón, ya viejo, se dejó seducir por los placeres y rompió su pacto con Dios. A pesar de esto, sus escritos dejan un cúmulo de enseñanzas.


En medio del dolor de una pérdida, buscando solaz, leí en Proverbios 15:13, “El corazón alegre hermosea el rostro, pero el corazón dolido deprime el espíritu… (15) Para el afligido, todos los días son malos, pero para el que tiene el corazón contento, es un banquete continuo”. Otro libro sapiencial más reciente, Eclesiástico, dice en su capítulo 30: “No te abandones a la tristeza ni te atormentes con tus pensamientos. La alegría del corazón es vida para el hombre, y le alarga los días. Distrae tu alma y consuela tu corazón. Aparta de ti la tristeza, porque la tristeza ha perdido a muchos. Y de ella no se saca ningún provecho”.


Quizás, para algunos, estas citas propenden al existencialismo puro y duro, algo así como el “olvida y canta” que puede conducir a la indiferencia y apatía ante el dolor. Pero sabemos que son, en realidad, una invitación a la reflexión de que toda angustia es pasajera, y que debemos aceptar la pérdida, aquilatar lo aprendido de ella y de quienes se marchan, y ser compasivos con nosotros mismos.


Muchas veces, las raíces de la amargura son, precisamente, el empeño que tenemos en no olvidar, no desprendernos, no dejar ir... Los estudiosos del comportamiento humano señalan que la angustia continua acarrea consecuencias emocionales y físicas que pueden terminar afectando la salud mental y el cuerpo, impactando también las relaciones humanas. Las consecuencias físicas de la angustia incluyen problemas cardíacos y digestivos, dolores de cabeza e insomnio, e incremento en los radicales libres que pululan por la sangre y son responsables de causar cambios en las células, aumentando el riesgo de autoinmunidades, cáncer y demencia. En lo emocional, la angustia podría causar ansiedad y depresión, dificultades en las relaciones interpersonales, y afectación de la concentración que incide en el desempeño escolar y profesional.


Para los tiempos de Salomón, o de Jesús ben Sirá, autor de El Eclesiástico, no se conocerían -por definición operacional- la ansiedad, la depresión, las enfermedades coronarias ni los radicales libres. Sin embargo, ambos resaltaron que la alegría del corazón es vida y alarga los días. Es razonable experimentar el duelo y la reflexión, y resistirnos a la pérdida, pues es un proceso necesario de sanación. Pero, llega el momento en que debemos acoger el consejo del Eclesiástico, apartar de nosotros la tristeza, dar paso a las memorias para atesorarlas, y recordar las vivencias con alegría con un corazón atento y agradecido.

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