Violencia domesticada
- Editorial Semana

- 18 sept
- 2 Min. de lectura

Por: Nitza Morán Trinidad
Por décadas, a nivel mundial, se han diseñado políticas públicas para atender un mal social que parece no tener fin: la violencia. Esta se manifiesta en múltiples dimensiones, desde conflictos armados y guerras hasta crímenes que sacuden la vida cotidiana.
Las estadísticas son alarmantes. Solo en Estados Unidos, más de 40,000 muertes anuales están vinculadas al uso de armas de fuego, reflejo de una cultura que normaliza la posesión de armas y luego se limita a enjuiciar actos violentos sin atacar el problema de raíz. A mayor escala, las guerras dejan tras de sí crisis humanitarias, hambre, privaciones y violaciones de derechos humanos que llevan a organismos internacionales, como las Naciones Unidas, a cuestionarse si la paz será pronto un asunto del pasado.
Pero hay una violencia más cercana, más íntima y peligrosa: la que atenta contra las mujeres y el entorno familiar. Se refleja en la manera en que transmitimos valores, en lo que ven nuestros niños y en lo que normalizan nuestros jóvenes. Lo vemos en el deterioro de las relaciones entre padres e hijos, en las interacciones escolares donde proliferan el acoso cibernético y las agresiones directas. También lo vemos en un sistema judicial que a veces es demasiado laxo con actos que tienen consecuencias graves.
La violencia también se manifiesta en el racismo y la discriminación, expresados en detenciones arbitrarias por la apariencia física o el acento, perpetuando desigualdades en nuestras calles. Todo esto nos conduce a una peligrosa realidad: hemos entrado en la era de la violencia domesticada.
Cada día, los medios y las redes nos muestran tiroteos, amenazas y agresiones, hasta el punto de que nos volvemos inmunes. Lo que debería indignarnos, lo normalizamos. La violencia se convierte en rutina; crímenes silenciosos que ya no generan urgencia ni reacción.
No basta con sentir indignación: es momento de levantar la voz y actuar como pueblo, con acciones colectivas, políticas y sistémicas. La prevención debe fortalecerse desde campañas educativas y programas psicosociales; las instituciones deben ofrecer protección real, seguridad individual y un sistema de justicia ágil y eficaz.
La violencia domesticada solo se romperá cuando asumamos nuestra responsabilidad ciudadana y nos unamos contra la indiferencia. El cambio empieza en cada uno de nosotros. De lo contrario, la próxima víctima podría ser alguien cercano… o podrías ser tú.
La autora es senadora por San Juan,
Aguas Buenas y Guaynabo






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