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…y cristiana

  • Foto del escritor: Editorial Semana
    Editorial Semana
  • 14 ago
  • 3 Min. de lectura

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Por: Lilliam Maldonado Cordero


El otro día tuve que a llamar a la farmacia para resurtir unos medicamentos de mi mamá. Sabemos que, últimamente, es una odisea llamar a casi cualquier lugar y encontrar que una persona conteste el teléfono. Esta vez no fue la excepción. Luego del intercambio con la contestadora automática, que continuamente fallaba en entender lo que le decía, acabé diciéndole casi a gritos: “¡Consulta!”. Finalmente, un ser aparentemente humano me contestó: “Un momento”, para dejarme en espera varios minutos. Colgué y volví a llamar, confiada en que esta vez alguien se dignaría en atenderme. Cuando la contestadora con voz pero sin alma me volvió a hacer las preguntas de cernimiento, le dije sin pausa: “¡Consulta!”, para ahorrarme el repetirle todo, eso sí, asegurándome de enfatizar cada consonante y vocal con todos los dientes y la lengua, de manera que la doña, inteligente artificialmente, entendiera bien. Tuve suerte: fui referida a la sección de farmacia. Pero, la alegría me duró poco pues me volvieron a contestar con “un momento” para, después de varios minutos, colgarme.


El próximo día me personé a la farmacia -que se encuentra bastante distante de mi casa-, y pedí hablar con el gerente. Le expliqué de mi experiencia menos que satisfactoria con su contestadora automatizada. El joven comenzó a justificarse, ufanándose “de los altos índices que reportaba su sistema, que el promedio de atención personal al cliente por teléfono era de 65 segundos, que no había escuchado a nadie quejarse…” en fin… que yo, al parecer, le estaba mintiendo o no sabía usar el teléfono. Le demostré con el récord de mi celular que estaba equivocado con el asunto de los 65 segundos, porque estuve largos minutos en espera varias veces. Vi su cara demudar. Tengo que confesarles que estaba molesta. Le dije que estaba subestimando mi pericia en el manejo de estos sistemas y que presentaría una queja formal. Cuando ya estaba a punto de caramelo con el empleado, recordé algo que me había pasado el día anterior.


Esa tarde, estaba haciendo “abuela sitting” y tenía a mis nietas al lado viendo televisión. Pensaba que estaban de lo más desentendidas de las llamadas que estaba haciendo a la farmacia y la frustración que sentía por un sistema de atención al cliente tan ineficiente. Al colgar esa segunda vez, comienzo a quejarme con mi esposo -que también estaba “abueliando” conmigo- sobre cómo era posible que una farmacia, que tiene el propósito de ofrecer servicios tan especializados e importantes, fuera tan inaccesible. Y seguí la monserga con mi marido:


—Imagínate, para mami y otras personas mayores esto es imposible. No hay manera de que puedan repetir medicamentos por teléfono… porque, para mí, que soy una persona joven, con educación formal, con experiencia técnica en las comunicaciones, sin miedo a la tecnología…

—…y cristiana—añadió mi nieta de siete años, pensando que lo de “cristiana” no podía faltar de entre los atributos que yo estaba enumerando.


De más está decir que, mientras me encontraba frente al joven gerente de farmacia quejándome por el servicio ineficiente, resonó en mi encéfalo la dulce vocecita de mi nieta que, lejos de estar pasando un juicio moral ante mi molestia, estaba dándome otra cualidad que, para ella, era importante esgrimir en mi recuento a su abuelo. Naturalmente, ese recuerdo tuvo dos efectos inmediatos estando en la farmacia: desescalar mi reacción con el muchacho y recordarme que los niños son esponjas que todo lo escuchan, aprenden y aplican. ¡Feliz comienzo de clases!

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